“Algunas personas nunca me perdonarán”, dice David Cameron en sus memorias, For the Record, que acaban de ser publicadas en Gran Bretaña. Y probablemente tenga razón, porque el caos político que dejó su llamado a referéndum en 2016 para que los votantes fueran quienes decidieran si romperían con la Unión Europea tiene a su país, habitualmente ejemplo del ejercicio de la política, convertido en un avispero.
Que el resultado lo haya dejado “muy deprimido” o que hiciera la convocatoria pensando que el tema del Brexit ya era parte de la discusión pública y que por eso era tarea de los electores, y no suya, como Primer Ministro, ni de su partido, que estaba dividido sobre el asunto, no lo exculpará de este desastre de cara a la historia. Según entrevistas que ha dado a la prensa británica y algunos extractos publicados del libro —que recién mañana será lanzado como e-book—, está “preocupado desesperadamente por lo que sucederá después”. El “después” en realidad es en cinco semanas, porque como su sucesora fue incapaz de hacer aprobar por el Parlamento un acuerdo de salida, y el actual Premier, Boris Johnson, no tiene la solución en la mano, cada día que pasa crece la incertidumbre.
Con Johnson, Cameron no es muy amable, aunque le reconoce algunos aciertos políticos. Dice que si hubiera logrado convencerlo para que hiciera campaña a favor de quedarse en la UE, el bando de los “prosalida” no habría “tenido credibilidad” porque le faltaba una figura política de primer nivel. Incluso así, hoy el Premier no logra estatura, a tal punto que apenas ha presentado “ideas” a Bruselas para poder eliminar el backstop, la cláusula irlandesa que ha impedido un acuerdo.
Los tories siguen divididos, tanto como en el momento en que Cameron saltó al vacío con su plebiscito, y esperan la conferencia del partido, a fin de mes, para ver qué les ofrece en definitiva Johnson. Pero este no está muy convencido de que le convenga presentarles a ellos la solución que entregará a los europeos; podría sufrir el bochorno de un rechazo. Y es que el plan no está afinado, apenas es un esbozo que ni siquiera supera el mínimo requisito de no implementar controles físicos en la frontera.
Los laboristas, en tanto, se frotan las manos, pero también están escindidos. Siempre han sido más eurófilos que los conservadores, y ahora temen que en esta disyuntiva, si se juegan por una de las opciones, puedan perder votos por algún costado.
Saben que en ciertos distritos, especialmente rurales, los partidarios del Brexit podrían desalojarlos de sus escaños en la próxima elección. Pero deben retener a los europeístas, que podrían unirse a los liberales demócratas, incondicionales de la UE. Jeremy Corbyn se inclina por dejar que las bases decidan, y no apostar por una “orden de partido”; sabe que su liderazgo podría peligrar y no puede correr tal riesgo en estos momentos.
Observando a los británicos por estos días, quizás tiene razón Cameron cuando dice que el resultado del referéndum demostró que, tal como estaban las cosas, no tenía en sus manos decidir una cuestión tan sensible como la permanencia o no en la Unión Europea. Quizás un político con más personalidad y visión de futuro hubiera luchado para convencer no solo a Johnson, sino a muchos otros, de que la salida de la UE no era una panacea.