Hace varios años que no visitaba el cementerio de Colín —la aldea rural donde vivo— y en vez de las fondas me atrajo su recuerdo modesto y agreste: lo encontré en plena remodelación. Con dinero del municipio, la entrada se convirtió en un modelo de modernidad arquitectónica del género funerario: unas explanadas de concreto con sitio abundante para los estacionamientos y unos arcos de cemento sin utilidad y de vaguísima simbología. Nada para proteger ni del sol ni de la lluvia. Ningún asiento o banca. Ningún asomo de jardín.
Adentro, en contraste con la impostada modernidad exterior, el caos tradicional: un cúmulo de tumbas nuevas, otras por construir y otra buena parte de ya abandonadas. El rincón más viejo en frenética refacción: muertos sin deudos ni familiares son sustituidos por muertos más recientes y con dinero. El espacio es insuficiente y, así, hacia el fondo y al sur, el cementerio se abre sin más hacia unos potreros resecos ya casi al borde del cerro.
Me detengo en las tumbas más antiguas, aunque de fines del siglo XIX hay solo un par de ellas. La ley de cementerios laicos se aplicó con lentitud en las zonas rurales y, en consecuencia, todos los muertos de Colín anteriores al siglo XX tienen tumbas desconocidas. Más de 500 años de huesos humanos devueltos a la tierra anónima, sin contar con los enterramientos indígenas. Me detengo a fotografiar los nombres de las difuntas; me interesan solo ellas, las muertas, por el injusto silencio que ha caído sobre las mujeres del campo chileno. No sé qué haré con esas fotografías, pero en ausencia de cualquier rastro femenino aquí, incluso durante el siglo XX, pienso que una señal potente de la mudez de la mujer son los nombres en las lápidas, algunos solitarios, sin ninguna fecha ni epitafio, ni siquiera el nombre completo, pero con grandes cruces encaladas cuyos travesaños, a toscas pinceladas de negras letras, llevan inscritos sus nombres: María del Tránsito González, Ana Rojas, María Rosas, Gertrudis Espinoza, María Rosa Martínez, Rosa Jelves, Aída Moya, Corina de las Mercedes Chamorro, Rosa Méndez, Jeanette del Carmen Orellana, Aída Rosa Tirado, Flor María Azócar, Sara Rojas, Doralisa del Carmen Rojas, Marisol Mendoza, María Arellanos, Agripina Solís, Mercedes Romero, Rebeca Castro. Algunas yacen en tumbas a medio desaparecer solo visitadas por algunas briznas de pasto seco. Ciertos nombres me resultan lejanamente familiares, pero lamento que el tiempo haya dejado tan ligera memoria de sus vidas, de sus historias y de sus numerosas hazañas.
En la otra esquina, no muy lejos, un maestro arregla una tumba mientras escucha, no una cueca, sino una estridente ranchera. No hay ningún otro visitante salvo este sol exóticamente rabioso de fines de septiembre.