Eugène-François Vidocq fue el primer jefe de la Sûreté, la policía profesional francesa, fundada en las postrimerías del imperio de Napoleón. Vidocq entró a la historia solo en ese momento: de su vida anterior apenas se sabe que estuvo estrechamente ligado a la delincuencia y que, en pos de la amnistía, ofreció al ministro Fouché arrestar a los criminales más peligrosos de París. Douglas Sirk, el gran maestro del melodrama, ofreció una primera versión romantizada de Vidocq en una cinta de 1946,
Un bribón en París.
Sobre el vacío histórico se construye el guion de
El emperador de París. En este imaginario Vidocq (Vincent Cassel) es un hombre rudo que ha sido acusado por crímenes de otros y solo busca reponer su honra. Lo acompañan una ladrona enamorada, Annette (Freya Mavor), y un par de descastados.
Al revés de Sirk, el cineasta Jean-François Richet es un duro. O, por lo menos, le gusta el mundo del crimen, la nocturnidad, la violencia latente y la explosiva, los personajes desesperados. En sus nueve largometrajes abundan los suburbios peligrosos y hay incluso un remake de
Asalto al Distrito 13, la historia de policías sitiados que John Carpenter creó en 1976. La segunda parte de su biografía de Jacques Mesrine —
Enemigo público— comienza cuando el asaltante protesta porque el diario no destaca sus delitos: pero es el 12 de septiembre de 1973 y la portada está dedicada al golpe de Estado en Chile. La figura del día se llama Pinochet, no Mesrine.
A Richet le gusta también Vincent Cassel, el más duro de los actores franceses, protagonista excluyente de
El emperador de París, la cuarta película de ambos. Cassel compone un Vidocq introvertido, tajante y porfiado. Y Richet le proporciona un París sucio, pestilente, posrevolucionario, en el que recién se construye el Arco de Triunfo.
El plano inicial de la película muestra a una rata que mordisquea un mendrugo antes que le caiga un feroz bastonazo: ese plano fija el espacio moral del relato. Vidocq viene a limpiar esa peste, tarea imposible para un hombre. Cuando se neutraliza a un jefe de las pandillas, emerge otro dispuesto a ocupar su lugar. Fouché, el más anfibio de los conspiradores, encuentra el mérito en el valiente ingenuo: “Aprecio realmente su concepción de la Francia, Vidocq”.
Por aquí es donde se nota que el cineasta Richet tiene más pretensiones. En particular, la de cruzar la historia barriobajera con la gran historia política de Francia. No lo hace mal: en medio de su montaje nervioso y filudo, se toma tiempo para ofrecer un par de buenas secuencias en los salones bonapartistas, que trasladan la corrupción desde los arrabales hasta las cortes, como un solo universo conectado por secretos e imposturas.
El emperador de París parece tener alguna inspiración en el Scorsese de
Pandillas de Nueva York, solo que con un aire más republicano y político. Claro, en el balance final Richet no está a la misma altura. Pero lo intenta.
L'EMPEREUR DE PARIS
Dirección: Jean-François Richet.
Con: Vincent Cassel, Freya Mavor, Patrick Chesnais, Olga Kurylenko.
120 minutos.