Póngase atención al curioso e interesante caso de Renca. Con mucho esfuerzo, la comuna actualiza su plan regulador para enfrentar la revolución que producirá la llegada de Metro en sus dinámicas inmobiliarias. Se quiere propiciar el desarrollo, pero de forma sostenible y con una densificación equilibrada. Las estaciones de la futura Línea 7 quedarán alejadas de su centro cívico, por lo que los renquinos interpretan –y no sin argumentos– que la línea llega hasta su comuna más por la necesidad de emplazar sus cocheras que por servirlos. Pero Renca no pierde las esperanzas de transformar este trazado equívoco en una oportunidad y, observando las evidentes posibilidades de que se extienda hasta el aeropuerto, ha ofrecido su territorio para recibir el gran centro de convenciones que necesita Santiago. Sin embargo, no hay respuesta.
Por otro lado, una autopista de nulo aporte al paisaje privó a la comuna de su condición ribereña. El proyecto Mapocho Río parecía una excelente oportunidad de reparar esa mutilación, construyendo generosas pasarelas que tejían una relación con el parque de la ribera sur. Pero, al parecer, fue más sencillo restar a Renca de la ecuación que sortear el río y la autopista, y las pasarelas desaparecieron del plan. De paso, la ciudad perdió la oportunidad de conectarse con el cerro Renca, un parque metropolitano que la comuna busca recuperar con tesón y que será arborizado en el marco de la COP25, en la que ha sido considerada la mayor campaña de reforestación urbana de Chile.
Renca no se resigna a la condición de patio trasero a la que ha sido relegada por las obras públicas y está planteando oportunidades de desarrollo integral, cuyos beneficios trascienden sus límites territoriales. Tenemos un escenario paradójico: por un lado, una comuna que tiene un proyecto de ciudad y, por otro, un Estado fragmentado en proyectos aislados y excesivamente celosos de sus propias trabas operativas. La visión macro y a largo plazo no siempre están en las manos de los que cuentan con las grandes herramientas.