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Editorial
Viernes 20 de septiembre de 2019
Indicaciones al proyecto sobre glaciares
La preocupación respecto del medio ambiente no puede ser concebida con cláusulas que transformen a la naturaleza en algo intocable.
Los glaciares son importantes, porque, además de su belleza natural, constituyen reservorios de agua para el consumo humano a través de su normal ciclo de acumulación de hielo y posterior deshielo. El aumento promedio de la temperatura de la Tierra, atribuido en parte no menor a la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, pero también al hecho de encontrarnos en una época interglacial —es decir, entre glaciaciones máximas—, tiende a provocar disminuciones en la superficie de los glaciares en distintas partes del globo. En efecto, la mayor temperatura promedio hace que la reposición de nieve sobre estos cada año resulte insuficiente para mantener su tamaño. De hecho, una de las consecuencias más temidas del cambio climático es el derretimiento parcial de los más grandes reservorios de hielo del planeta en Groenlandia y la Antártica, pues ello provocaría un aumento del nivel del mar, con consecuencias adversas a las vastas poblaciones costeras de muchos países.
No todos los glaciares tienen la misma importancia. Obviamente, los más pequeños y transitorios no constituyen ni una reserva fundamental de agua ni determinan de manera crucial el destino del entorno en el que se encuentran. De ahí que el proyecto de ley que se tramita en el Congreso —sumamente amplio respecto de su definición, pero, a la vez, sumamente restrictivo en relación a las acciones humanas susceptibles de realizarse en su cercanía— se ha transformado en una amenaza para varias actividades productivas y de servicios del país. Entre ellas la minería, la interconexión eléctrica con Argentina, la generación de energía eléctrica en la montaña y los proyectos turísticos y de infraestructura diseñados para estar ubicados en zonas montañosas. En particular, tanto las empresas mineras privadas como la estatal Codelco testificaron ante la comisión respectiva del Senado por el devastador efecto que podría tener este proyecto, no solo sobre sus inversiones futuras, sino que también eventualmente sobre la continuación operativa de minas como El Teniente, Andina, Pelambres y Disputada.
Por eso, y aunque lo haya hecho cuando el plazo ya expiraba, el Ejecutivo introdujo indicaciones al proyecto que procuran mantener el cuidado de los glaciares pero sin los efectos paralizantes de ciertas cláusulas que contenía el texto original. Entre las indicaciones se encuentran la definición de los glaciares, los que ahora deben tener como mínimo 15 años de antigüedad —la anterior definición dejaba indeterminado el número de años, lo que hubiese permitido una constante judialización de los reclamos—, el que las masas de agua sólida menores a una hectárea no puedan ser consideradas como un glaciar, a menos que hayan formado parte de uno identificado como tal con anterioridad, y que los impactos a ser evitados se refieran solo a los que afectan directamente a los glaciares, sin incluir al llamado entorno periglacial —el permafrost o capa de suelo congelado u otras zonas cercanas al glaciar—, precisando de mejor manera lo que los inversionistas deben cuidar en relación a los glaciares al desplegar sus proyectos, e impidiendo que una cierta ambigüedad de lenguaje de la ley se traduzca en un virtual congelamiento de toda actividad minera, energética, de infraestructura o turística en la alta cordillera.
La preocupación respecto del medio ambiente, glaciares incluidos, no puede ser concebida con cláusulas que transformen a la naturaleza en algo intocable. De hecho, hay muchos eventos naturales que la modifican, con efectos tanto negativos como positivos. Las erupciones volcánicas y los incendios espontáneos de bosques, por ejemplo, destruyen el entorno pero también renuevan suelos y floras. Una sacralización de la naturaleza más allá de lo razonable constituye un grave error.