La naturaleza humana nos ha regalado una maravillosa condición: la sustitución en nuestra mente y en nuestro corazón de las pérdidas constantes a la que la vida nos somete.
Es un lugar común decir que lo único irreparable es la muerte. Y así es. Pero el corazón no funciona con la lógica que quisiéramos imponerle. Porque hay pérdidas irreparables, porque son insustituíbles.
Lo que se asemeja a la muerte es el incendio del lugar donde vivimos y a veces donde está todo nuestro pasado.
Ya no están las fotos de los papás, ni la de los niños chicos, ni de la casa de la niñez, ni de nuestra graduación; en fin, de aquellos momentos guardados para mirar la historia personal . Son una compañía muy grande porque crean la ilusión de que tenemos y tuvimos una vida que, independiente de nuestros recuerdos (que la memoria distorsione u olvide).
El incendio de nuestra casa, del lugar donde vivimos, produce uno de los cuadros de estrés postraumático más graves. Nos quedamos solo con nuestros recuerdos, a veces distorsionados, a veces confundidos, a veces olvidados. No tenemos cómo corroborar los recuerdos. Y no sabíamos antes de perderlos lo importantes que eran.
La tecnología permite hoy guardar en nubes no incendiables muchos y muchos recuerdos. Pero están otros detalles, como los cuadros coleccionados con tanto esfuerzo, los libros que ya no se venden y que fueron de nuestros abuelos, los primeros dibujos de los hijos.
Trabajar el desapego es una necesidad, porque dicen que la modernidad se caracteriza por el cambio y no por la permanencia. Pero es un proceso largo y doloroso que, además, no está en completo control nuestro. La memoria graba y devuelve imágenes de llamas. Y el inconsciente guarda en una bodega sin llave muchos y muchos recuerdos relacionados con espacios y objetos que nos acompañaron a través de la vida.
Antes del incendio no sabíamos lo que era la desnudez. La de los recuerdos, la de la ausencia de lo habitual. Además del cultivo del desapego, habría que hacerle un espacio al dolor de la pérdida. Porque cuando le peleamos a la tristeza y al miedo de las pérdidas, solo agrandamos su efecto.
Tener en cuenta que se puede perder todo es casi un deber de salud mental. Y aprovechar, gozar lo que tenemos.