Congresistas que se interrumpen a gritos, haciendo caso omiso a los llamados al orden. Un gobierno acusado de actuar fuera de la Constitución y que desafía al Parlamento a aprobar sus proyectos, acusándolo, si no lo hace, de bloquear la voluntad popular. Parlamentarios oficialistas que disienten y se suman a la oposición. Una oposición que vota unida contra el gobierno, pero que está profundamente dividida respecto del futuro. La población en ascuas ante decisiones que definirán el futuro de generaciones. En fin, un país sumido en la incertidumbre, con empresas que lo dejan e inversionistas que buscan nuevos destinos.
No, no estamos hablando de Chile, de la discusión sobre la reforma tributaria o de pensiones. Se trata de Gran Bretaña ante el Brexit; del país donde nació la democracia; del pueblo que cuida sus tradiciones e instituciones con admirable devoción; esa cultura ancestral que empuja a la discusión racional y pragmática, basada en la severidad de las evidencias empíricas antes que en elucubraciones grandilocuentes, como lo hacen “continentales”; la nación donde los gobernantes —con excepciones, es cierto— han cultivado con esmero la deliberación, la moderación y el gradualismo, y aborrecido la demagogia, la estridencia y el radicalismo.
El espectáculo que hoy ofrece Gran Bretaña debiera hacernos a los chilenos más benevolentes con nuestra democracia. Está lejos de la perfección —¡Dios libre a la democracia de tal aspiración!—, pero funciona. ¿Hay instituciones salpicadas por escándalos? Sí, pero se sabe, lo que permite corregirlas. ¿Hay oposición al gobierno de turno? Sí, por supuesto que la hay: sin ello no hay democracia. ¿Hay debate político? Sí, obvio, pero el mismo se encauza institucionalmente, y cuando toma un cariz ignominioso —como ocurrió con la acusación desde La Moneda a un partido opositor—, el sistema reacciona para restablecer la moderación. ¿Puede el oficialismo aplicar sin más las reformas que desea? No, por cierto que no: debe obtener el acuerdo del Congreso, donde no tiene la mayoría. ¿Es posible llegar a acuerdos? Sí, de hecho ha habido numerosos casos, pero buscando recovecos, abriéndose a negociaciones y haciendo concesiones, como es lógico. ¿Estamos ante una sociedad polarizada entre dos bloques irreconciliables? No, ni de lejos: Chile no es Argentina.
Decirlo huele a rancio, pero igual: esto que tenemos hay que cuidarlo. Los actores públicos, en particular, deben estar atentos a sus palabras y gestos. Esa permanente y hostigosa presión hacia el Congreso para que apruebe rápido todo lo que propone el Ejecutivo, so riesgo de poner al país al borde del abismo, por ejemplo, no es baladí: es lo que hace el populismo en todas las épocas y latitudes para debilitar las instituciones políticas y hacerse del poder total a nombre del pueblo. No es trivial, tampoco, esa acusación arrogante dirigida a los parlamentarios según la cual se negarían al debate racional basado en evidencias. La democracia se debilita, también, cuando se invoca a los tribunales como amenaza, se usan triquiñuelas administrativas como venganza, se sustituye el debate político por acusaciones constitucionales, o se pretende imponer una historia oficial ante la cual cualquier discrepancia es calificada como negacionismo.
En estos días en que recordamos la gesta que permitió conformarnos como nación y el desgarrador quiebre de 1973, quizás podríamos destinar breves segundos a mirar de reojo lo que sucede en el mundo, revisitar nuestra propia experiencia y celebrar silenciosa e íntimamente nuestra democracia. Nunca está de más.