Tendemos a mirar estas parábolas como una inspiración y una posibilidad de conversión, poniéndonos en el lugar de la oveja perdida o del hijo menor que se fue de casa. Pero lo cierto es que el centro de estas parábolas no está en nosotros, sino en Dios. Las palabras de Jesús no están dirigidas a los pecadores, para que se conviertan, sino principalmente a los fariseos, quienes creían tener claridad respecto de los que se salvaban y de los que no. La línea divisoria era muy clara: el justo se salva y el pecador merece el castigo. Su tedioso pensamiento no es lejano al que hemos experimentado muchas veces en nuestra Iglesia y también al que peligrosamente estamos tendiendo hoy como sociedad. Rápidamente establecemos líneas divisorias y juzgamos tanto al “bueno” como al “malo”. Así trazamos y construimos muros, dejamos a algunos adentro y a una gran mayoría afuera, especialmente a los que piensan distinto. Con esto la vida y la sociedad se empobrecen, pues al reemplazar la confianza por la sospecha, la riqueza de la diversidad queda reducida a la pobre uniformidad.
Es aquí donde es necesario leer y releer estas parábolas que nos invitan a cambiar la forma de mirar y relacionarnos entre nosotros.
Jesús revela la actitud de Dios Padre frente al que pierde el camino por la razón que sea: lo deja todo y sale en su búsqueda no para castigarlo, sino para rescatarlo. Esta es una de las características más importantes de nuestro Dios. Y por eso lo llamamos Padre Misericordioso.
Nosotros tendemos a mirar a los demás desde lo que nos parece justo, y desde ahí vamos calificando a las personas y segregándolas. No se trata de un Dios que se enoja por algo que hayamos hecho, y por eso debemos arrepentirnos y así él perdona y da vuelta la página. La ternura y la bondad de Dios no se dirigen a quienes la merecen, sino a quienes la necesitan.
En estas parábolas no aparece ningún castigo para la oveja que se pierde, ni para el hijo que se fue de casa. Por el contrario, por ellos se hace fiesta. Pero no todos participan de esta alegría. Algunos no quieren entrar y se quedan fuera, pues les incomoda demasiada misericordia y la poca “justicia”. Se han quedado pegados en marcar las diferencias, buscar lo que nos separa; se afanan en juzgar a todo el mundo y a poner trabas. Son aquellos que no aceptan esta actitud misericordiosa de Dios, pues la encuentran “injusta”. A estos no les parece que no haya castigo. Es más, creen que ni siquiera debería haber fiesta.
En definitiva, para ellos la relación con Dios tiene que ver con un cumplir normas y mandatos; no aceptan a Dios como un Padre a quien amar, no se aceptan como hijos y no aceptan al otro como hermano. En definitiva, no son cristianos. La invitación del evangelio de hoy es a tener los mismos sentimientos y la misma mirada de nuestro Dios misericordioso y a entrar juntos en esta fiesta de la fe.
“O bien, ¿qué mujer que tiene diez monedas y pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘¡Felicitadme, porque ya he encontrado la moneda que había perdido!'Os digo que así también hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se convierte”.(San Lucas 15, 8-10)