“Una mañana de la semana siguiente escuché la discusión entre Sara Araya y una profesora reemplazante. Como en el último ensayo de PSU se advertían dos posibles respuestas correctas de la pregunta, la profesora sugería eliminarla (…), pero la jefa de departamento (…) zanjó que era posible discernir la más acertada de las alternativas y (…) dejar de regalarles las cosas, porque ‘en la universidad no existirán profesores conmovidos si andan enfermos o deprimidos'. Por esos días me habitada un disgusto incisivo. Comenzaba septiembre y, en las celebraciones de fiestas patrias, me negué a vestir de huaso latifundista, de huaso pobre, de chilote, de mapuche, de diaguita, de diablo de La Tirana y por supuesto que de rapanui (…) Argumenté que desde cuándo estos juegos horrorosos eran símbolos nacionales”.
Quien así habla es Antonio, protagonista de
El sol tiene color papaya, de Daniel Campusano (1983); tanto este pasaje como el resto de la novela, podrían dar la impresión de que ella constituye un severo enjuiciamiento a la actual educación chilena. En parte lo es, pero también estamos ante una ficción que va mucho más allá y que jamás cae en la estridencia ni en la acusación destemplada, ya que básicamente se sostiene en las perplejas aseveraciones de Antonio. No podría ser de otro modo en un libro compuesto casi por completo de diálogos, a veces chispeantes, otras, inconclusos, lo que ocurre cuando el lector debe adivinar aquello que se quiere decir. Campusano maneja de manera admirable la actual jerga juvenil, insertando vocablos propios de ese sector, si bien nunca abusa de estos modismos en el momento de hacer hablar a jóvenes que no saben dónde están parados ni qué hacer con sus vidas. Así,
El sol tiene color papaya pasa a ser una radiografía en tono menor o mejor dicho, el retrato de un microcosmos signado por la desorientación y el desamparo, aun cuando el talento de Campusano, de filiación humorística, hace posible que, en lugar de indignarnos, sonriamos.
Hoy por hoy, sobre todo con temas semejantes, es muy difícil lograr lo que Campusano alcanza en este texto y es preciso afirmar que su estilo suelto, liviano, en ocasiones epigramático, es la herramienta adecuada para narrar los incidentes que transcurren en
El sol tiene color papaya.
Antonio hace clases en el San Alfonso, un colegio pésimo, cuyas autoridades están obsesionadas con el rendimiento externo y en el cual van a parar niños que han sido expulsados de otros establecimientos, repitentes recalcitrantes o quienes son calificados como “chicos con problemas”. Por cierto, el San Alfonso, una institución de carácter vagamente religioso, está situada en una comuna de altos ingresos y, huelga decirlo, posee normas disciplinarias erráticas, confusas, contradictorias, de forma que sus educandos no saben a qué atenerse, hacen lo que quieren y terminan por desatender todo tipo de órdenes.
La asignatura que Antonio imparte es Lenguaje y Comunicación, a la que agrega un taller literario con la asistencia de quienes poseen dicha clase de inclinaciones. Tiene tanto éxito —en términos relativos, claro está— que es calificado como el mejor docente del liceo. Esto es en extremo peligroso, por más que nuestro héroe, o Campusano, no lo expresen así: en el San Alfonso toda novedad, toda originalidad, toda iconoclasia, por mínima que sea, están prohibidas y lo condenarán a la cancelación de su contrato y al desempleo.
En su curso, Antonio establece una relación especial con Agustina, una chiquilla anárquica, grosera, deslenguada, irreverente, que no conoce a su padre ni cuenta con el apoyo de su madre; sin querer queriendo, Antonio se involucra en el lío familiar, se hace pasar por egresado de leyes que busca un trabajo de procurador con Gustavo, un abogado que es el presunto progenitor de Agustina. A pesar de que la mentira es descubierta, Antonio comienza a darle al jurista lecciones de escritura poética. Al mismo tiempo, se liga con Maida, una apoderada madura muy atractiva, participa en aventuras riesgosas, se entera de los fraudes cometidos por el abuelo de Agustina —en verdad, son públicos— y se convierte en un elemento indeseable para la dirección del San Alfonso.
El sol tiene color papaya, pese a su brevedad, se ramifica en una serie de historias y subhistorias que dependen de las peripecias de Antonio o del estado de ánimo de Agustina y nos llevan desde el exclusivo barrio donde ella reside a Londres, Perugia y otras lejanas ciudades. Y finalmente descubrimos que hemos seguido una obra excitante y bien escrita.