Han pasado 30 años. Un objeto crepitante cae sobre el área que defiende el equipo chileno. Allí solo está el arquero, no hay más jugadores ni está la pelota. Lo que sea el objeto luminoso, me llama la atención y dejo de ver el juego que transcurre más arriba para mirar el área. Lo veo descender hasta el pasto a un metro o más del jugador. Éste se gira, retrocede hasta muy cerca del aparato humeante y se deja caer, tomándose la cara.
Para mis compañeros de trasmisión y, seguramente para la gran mayoría de los presentes en el impresionante Maracaná, Roberto Rojas había sido herido por lo que, ya se sabría, era una bengala.
La semana pasada el hecho fue profusamente recordado y se ha sabido de mucha gente que puso en duda la versión inicial del arquero. En realidad, solo me constan tres testigos que dudaron de que hubiese sido un accidente: Harold Mayne-Nicholls (entonces periodista en viaje de “El Mercurio”) y Marco Antonio Cumsille (autores del libro “Un engaño mundial”), y este mismo columnista en esta misma columna. Recuerdo haberlo pasado mal en esos días, cuando eran antichilenos los que dudaban, malestar solo mitigado por un encuentro casual con funcionarios internacionales brasileños en el desaparecido restaurante El Parrón, que me agradecieron aquella columna, pues lo habían pasado bastante peor.
Un momento impresionante. Felizmente los espectadores brasileños no captaron el acto demencial de Rojas: ¿qué habría pasado si lo hubiesen sospechado los … ¡150 mil! espectadores? Pero no lo sospecharon. Tampoco dudaron millones de chilenos ni los jugadores y dirigentes presentes en el estadio. Tuvo alguna duda el árbitro del partido, Juan Carlos Loustau, que el mismo día consignó en su informe que “los jugadores chilenos no permitieron que los camilleros sacaran al jugador, supuestamente lesionado…”
“Supuestamente lesionado”. Algún grado de sospecha tenía el juez. O algo sabía. Nunca he creído del todo sus versiones y menos las que entrega ahora, a 30 años de distancia.
Desde el punto de vista de la historia del fútbol chileno, podía creerse que ese día se cerraba un capítulo negro. Un período largo que empezaba en los años 70, coincidentemente en 1973, cuando después de la presidencia de Nicolás Abumohor se abría la puerta al llamado “fútbol empresa” y a la idea de que había que ganar de cualquier forma, aunque fuera “sembrando el terror en las tribunas”, según el llamado de Luis Santibáñez, triunfante entrenador con la Unión Española. Un grave capítulo de corrupción se abría entonces y, al parecer, se cerraba ignominiosamente el 3 de septiembre de 1989.
Vivimos como “los leprosos del fútbol”, fuera de las clasificatorias a un Mundial, para volver recién a las de la Copa de 1998.
Y recuperamos trabajosamente nuestro respeto en el mundo. Se había perdido en minutos y lo recuperábamos en años.
Hoy, 30 años más tarde, no tenemos seguridad de que no estemos reabriendo aquel capítulo de descomposición. El amplio dominio sobre la organización por parte de los mercaderes de futbolistas, la importación de dirigentes de dudosos antecedentes (cuando no directamente mafiosos), la vulneración de las reglas sobre propiedad de los clubes y la impasible actitud de la ANFP nos obligan a creer que el crédito que recuperamos lo estamos volviendo a perder.