¿Por qué a las carcachas de la locomoción colectiva santiaguina se las denominó “góndolas”? ¿Qué pudo una imaginación patológica encontrar de común entre esta ciudad chata, polvorienta y aquella que flota sobre el Adriático del modo más romántico que jamás pudo concebir pueblo alguno en toda la historia?
¡Góndolas! El capitán era un pirata de pésima catadura, sudoroso, insolente, que conducía la “góndola” a bruscos tirones y frenazos, desarreglando en cada esquina la carga semoviente que había logrado, con gran esfuerzo, encontrar un cierto acomodo (este codo en aquel sobaco, esta corva entre aquellas rodillas, esta panza entre aquellas nalgas). Toda aquella carne en movimiento maldecía en cada parada la posibilidad de que se subieran nuevos ingredientes. “Correrse p'al fondo, señores pasajeros”. Los del fondo, semiderretidos por el calor, en estado de paté, procuraban desplazarse hacia la puerta de bajada.
¡Y qué maniobras para desembarcar! Uno comenzaba a planear el movimiento con cuadras de anticipación: “Me meto entre el viejo y el chiquillo con mochila, estiro el pie y lo planto entre el gordo y la veterana, y me deslizo entre ese codo y aquella papada”. Se tiraba la cuerda del timbre para avisarle al capitán que parara, y comenzaba uno la maniobra hasta que, desabotonado y con la corbata en la espalda, lograba poner un pie en la pisadera y rescatar el otro con movimientos desesperados. Detenida la góndola en medio de la calle, lograba uno autoextraerse de aquel cocimiento. Pasaban unos momentos luego del desembarco, en que se abotonaba uno lo que se había desabotonado, se peinaba para recuperar la dignidad, y echaba a andar, un poco patuleco y desorientado por el esfuerzo.
¡Góndolas! ¡El olor a tubo de escape, los olores de la confraternidad movilizada! ¡Qué falta de ventilación! ¡Y el ruido de la radio a pila que amenizaba las jornadas del bucanero! A veces, con todo, detrás del asiento de este iba instalada, de medio lado, la amiga rubísima, con gran jopo, mascando chicle y hablando, simultáneamente, con sin igual destreza. ¡Qué sabrosos cuentos y chismes! La rubia se ponía pinches, se arreglaba las uñas, contando que la Nancy y el Lucho (plop, globo) se habían arrancado, o que la madrina le había dado un charchazo a la Gilda por fresca… El desenlace quedaba a medio camino porque había que bajarse… ¡Qué frustración ignorar en qué terminaban esas magníficas historias
demi-mondaines!
Hoy va un paté. Nos recuerda las carnes maceradas de los señores pasajeros.
“Rillettes” de chanchoPique 1,5 k de carne magra de chancho y 1,5 k de cuero de chancho blanqueado (en supermercados). Que quede un picadillo algo grueso. Dore todo en 150 gr de manteca de chancho. Una vez dorado, retire y reserve la grasa líquida, agregue ramo de olores, sazone bien. Cubra con agua con sal. Cueza lentamente 5 horas. Bien evaporada el agua, vacíe en envases, regando encima con la grasa retirada. Enfríe. Sirva con tostadas.