Ray Loriga (1957), quien ha publicado una veintena de obras, comenzó su carrera literaria siendo muy joven —
Lo peor de todo (1992),
Héroes (1993)—, obtuvo un éxito inmediato y desde entonces no ha parado de publicar ni de mostrar una versatilidad asombrosa: además de escritor, es guionista, director de cine, columnista y muchas cosas más. No es que la productividad excesiva sea negativa ni que constituya un aspecto perjudicial en el momento de evaluar el conjunto de una obra, pero por lo menos esta debe ser variada, poseer un rango temático amplio, exhibir un estilo personal, quizá original, dirigirse a un público diversificado, en suma, estar sujeta a lecturas e interpretaciones renovadas.
Nada de esto ocurre con Loriga, ya que no solo todos sus libros se asemejan, hasta que llegan a ser intercambiables, sino que a veces se diría que son prácticamente iguales. Y su mayor problema reside en que parece haberse quedado en la fase adolescente, usando los mismos giros, la misma jerga local, la misma avalancha de expresiones que caracterizan a un medio socioeconómico que el autor conoce bien, aunque se trate de un sector sin el más mínimo atractivo y hacia el cual el propio Loriga destila una abierta antipatía, que puede producir hastío o desagrado cada vez que nos llega un nuevo título suyo y que es fruto de esa predisposición que, en ocasiones, alcanza ribetes de caricatura.
Todos estos factores están presentes en
Sábado, domingo, su última novela. Y lo están en un nivel cercano al paroxismo: el innominado narrador en primera persona se da vueltas y vueltas en torno a lo primero que se le viene a la cabeza; de pronto, coge una idea, se explaya sobre ella, se contradice, inserta paréntesis para profundizar acerca de lo que acaba de decir o bien se castiga manifestando lo necio, lo desubicado, lo inmaduro que es; por lo general, lo vemos en situaciones que él considera ridículas, absurdas, sin sentido, con la agravante de que esto le gusta y le gusta mucho, ya que él lo ha provocado; en fin, en términos generales,
Sábado, domingo resulta un producto ficticio muy paradójico, puesto que quedamos con la impresión de que Loriga siente un profundo descontento con él: ¿es posible que fuese de otro modo si estamos ante inanidades autoflagelantes, que se solazan en su condición de tales?
Sábado, domingo desarrolla una trama y retorna a ella veinticinco años más tarde. En la primera, un chico que aún no alcanza la mayoría de edad, o sea, el héroe de la narración, describe una serie de sucesos obscenos, subidos de tono, acentuados por el alcohol, en los que, junto a su amigo Chino, se dirigen a una fiesta organizada por Gini, prima del actor principal, hermosa, inteligente y aplomada. En el camino, pasan por un bar y Chino conquista a Fernanda, una bella camarera venezolana. Es su costumbre hacerlo, porque es guapo, rico y conduce autos de lujo, aunque también, como se nos repite hasta la saciedad, es tacaño, farsante, exhibicionista. La velada en la casa de Gini va viento en popa, con la salvedad de que ella es la única que se encoge de hombros cuando ve a Chino. De modo que abandonan el jolgorio y regresan donde Fernanda, aparentemente conquistada por el irresistible Chino. Sin embargo, el encuentro culmina en un desastre ya que, bajo su capa seductora, Fernanda es una mujer de armas tomar y esto debe entenderse de forma literal, pues le dispara a Chino dejándolo cojo para toda la vida.
Mucho tiempo después, nuestro amigo ya es un hombre maduro, se ha casado, se ha divorciado y ha ejercido un conjunto de profesiones dispersas, sin lograr una mínima estabilidad, aun cuando tiene una hija ya crecida, a quien adora. Un buen día, la acompaña a una celebración de su colegio y ahí se dedica a conversar con una de las participantes, quien dice conocerle: en efecto, es así, debido a que es íntima amiga de Fernanda, quien, como si fuera lo más natural del mundo, le pregunta qué ha pasado con Chino. Esto desencadena perturbaciones, desequilibrios e inestabilidades en un personaje de suyo bastante volátil y para entenderse mejor, tal vez con la intención de saber con claridad en qué fue a parar el sangriento incidente del que fue víctima Chino, acude donde Gini, ahora una renombrada novelista. Si exceptuamos funerales, matrimonios y fiestas de guardar, no la ha visto durante un lustro, perdió su número telefónico, recuerda muy vagamente su dirección, si bien se las arregla para llegar a su lujoso departamento, en un antiguo y exclusivo sector de Madrid. La reunión podría terminar en un fracaso si no fuera por la paciencia, la delicadeza, el evidente cariño que le profesa Gini. Cuando él le representa su actual condición de reputada dama de las letras, ella le responde: “No soy famosa, soy respetada, y además vendo libros”. La conversación deriva a numerosos tópicos, ninguno de los cuales aclara lo que le sucedió a Chino: ¿qué puede saber Gini en torno a un tipo que, aparte de caerle pésimo por su vulgaridad y filisteísmo, se ha desplazado en ámbitos diametralmente opuestos a los suyos? No obstante, hay una sorpresa final que nadie sospecha, por más que podría aclarar el misterio que ha durado un cuarto de siglo.
Descrita de esta manera,
Sábado, domingo podría resultar una crónica amena, a lo mejor una pieza costumbrista que refleje la confusión moral y la incertidumbre de la España actual. Con todo, está claro que no es eso lo que a Loriga interesa al componer algo que apenas es una historia sin historia.