Hay veces que he sentido rabia contra mi desinterés ante novelas que me muestran, algunas de ellas presentadas en originales anillados, otras en forma de libro. Son obras de autores jóvenes o bien de autores maduros que recién tantean el terreno incierto de la ficción, y son tributarias siempre de esfuerzos intelectuales y físicos excesivos. Por lo general, el interés ante estos trabajos me lo tengo que inventar a la fuerza para poder comentar algo. En ocasiones he llegado a incomodarme conmigo mismo por no enganchar. A los demás les resulta tan fácil demostrar entusiasmo, me digo. Se trata de trampas de la vida literaria vinculadas a la culpa y a la neurosis.
Me doy cuenta de que en este tipo de trances mis críticas han sido, la mayor parte del tiempo, inmanentes. He tratado de determinar dónde el texto falla, por qué parece no funcionar, cómo la malla estructural que debiera sostenerlo se deteriora en varias partes a la vez, por descuido del autor. He visto con frecuencia que la cuestión se estropea de manera múltiple y simultánea: no funciona la temporalidad, la psicología del personaje, la verosimilitud en su nivel básico, el lenguaje escogido.
En todos los casos he omitido mencionar un factor determinante de la experiencia de la lectura: el tedio. ¿Por qué? Porque decirle a alguien que la obra que le valió tantos desvelos produce aburrimiento a los demás, es demasiado insultante. Pero eso es casi lo único que me importa: no pasar por la lata obligatoria de leer lo que se escapa a mi capacidad de atención. De hecho, nunca me aburro con libros de memorias o autobiográficos, aquellos que suponen un pacto tácito con el lector: el pacto de dar lo escrito por cierto, por sucedido en la realidad y no solo en un plano imaginario.
¿Cómo distinguir el género de un texto notoriamente híbrido? Detectando lo que podríamos llamar el principio de necesidad de la existencia de ese texto. Siempre es posible determinar cuál fue el impulso que llevó al autor a interrumpir el silencio con sus palabras. Si ese impulso tiene que ver con la necesidad de contar una o varias historias, la cuestión es narrativa aunque venga con destellos poéticos o aura ensayística.
Cada vez que en la lectura de una obra de ficción se presenta el fantasma del tedio, me parece que lo que no está bien es la historia, y más aún, la relación del autor (o del narrador) con la historia. Ahí está el círculo nuclear del generalizado aburrimiento de la ficción: las historias elegidas no tienen para quien firma el texto ninguna necesidad urgente de configurarse ante el mundo. Provienen de ideas propias del autor, o a veces de estereotipos heredados, de convicciones políticas o de reclamos sociales.
Es posible que tener que tener algo acuciante que contar (sea esto exiguo o sobrepujado) es la base. Lo que viene después son sucesivas etapas de obstáculos y afinidades electivas.