Es falso que escuchar sea algo fácil y frecuente. A menudo, mientras otro me habla, mi cabeza está en otra parte y, poco a poco, su decir se convierte en el mero murmullo que fluye de una boca. La otra parte en que mi cabeza se encuentra en ocasiones son ideas o recuerdos que me evocaron o suscitaron alguna frase o palabra dicha por la otra persona murmurante. Me detuve en ellas y mi cerebro empezó a maquinar una divagación mientras la persona seguía frente a mí su propia ruta del habla. A veces, simplemente, me aburre lo que otro dice y, por más que me esfuerzo, me voy alejando, capturado por otras palabras y pensamientos que acechaban dentro mío, al aguaite para exponerse a sí mismos en medio de estas flaquezas. Otras veces me pasa que algo que dijo el otro me molesta y una voz interior sale a pelear contra eso que dijo, armando un debate que también conduce mi cabeza hacia un lugar distante del sitio al que ha llegado el otro entre tanto con su discurso.
Es que para escuchar es preciso callar esa especie de locutor permanente que llevamos dentro, un parlanchín verborreico, polifónico, centro de mesa, que siempre cree tener algo importante que comunicar. Sin esa suspensión es imposible auténticamente escuchar al otro, una suspensión que implica un cierto coraje porque envuelve autorizar a la subjetividad del otro a que nos invada, dejarla que se instale y despliegue en nuestro territorio mental y, acaso, nos seduzca. Mientras más punzante y consistente se va elevando en mí mismo el edificio de la opinión del otro, ganas me dan de interrumpirlo, porque parece que las opiniones que ya se ubicaron adentro mío no quieren más competencia ni otro componente que se sume al barullo y la confusión ya existente.
Donde el escuchar triunfa maravilloso es con la música. Sorprendido por la naturaleza completamente distinta de lo que viene hacia sí, el ser parlante que nos domina levanta en un principio una marejada de pensamiento, recuerdos, emociones, preocupaciones. Lo que sea y las veces que sea. Nunca se despierta y agita tan activo y empeñoso en su discurrir. Pero la música, que no emplea palabras, paciente, siempre culmina por abrir un espacio y silenciar al logos parlante del hombre. La música es una maestra del escuchar, una maestra que le enseña humildad y calma a nuestro pensar agitado, precipitado y a veces innecesariamente belicoso. La música y los músicos, así, deberían ocupar un lugar central y esencial en la educación de los pueblos. Ojalá entonces que el Teatro Municipal, tan ligado a la música en la historia de nuestra cultura, supere su actual crisis y encuentre en ella la oportunidad de seguir educándonos a escuchar al otro.