Es una invención relativamente moderna el inventariar las reliquias de la historia con el fin de heredarlas a nuestros sucesores. Inicialmente, solo se consideraban los vestigios monumentales de la antigüedad clásica, estrictamente, lo que podía considerarse la cuna de la civilización europea. Como señala Françoise Choay (1992), el concepto de patrimonio ha experimentado una doble expansión: espacial y cronológica, para incorporar épocas más recientes y regiones diversas. Del mismo modo, ha experimentado también una expansión conceptual, trascendiendo los límites de lo material a lo intangible. Ya de por sí, la categoría material conllevaba el tratar con una variedad casi inmanejable de bienes, que van desde pequeños artefactos hasta entornos naturales de miles de hectáreas. La más reciente categoría de lo inmaterial requiere catalogar cosas tan inclasificables como las prácticas y tradiciones humanas, y asuntos aún más abstractos y complejos como los valores y las identidades.
Una ley como la nuestra, concebida hace poco menos de un siglo y restringida a una concepción monumental del patrimonio, evidentemente no puede hacerse cargo de esta nueva constelación conceptual. El nuevo proyecto de ley de Patrimonio Cultural apunta a poner al día el cuerpo normativo contra el cual se apoya el acervo de bienes y valores que queremos que nos sobrevivan. La discusión de este arco iris de definiciones requiere una reflexión atenta, pausada y profunda, ya que en cada uno de los matices de esta paleta reside el futuro del cuadro de nuestra cultura.
En el nuevo campo expandido del patrimonio, las comunidades tienen un rol protagónico. Ya no son solo los sabios y los académicos los que dictaminan el valor de algo, y poco puede sustentarse si este no está encarnado en la sociedad. Del mismo modo, son las personas como agentes culturales las que están llamadas a levantar e identificar lo que reconocen como propio. El nuevo proyecto de ley, con mucho mérito y ambición, reconoce y acoge esta amplitud semántica y cuantitativa. Pero, a pesar de esto, mantiene la tutela del patrimonio en la figura cupular, arbitral y discrecional del Consejo de Monumentos, el cual, aunque aumenta en número y representación territorial, no crece en capacidades técnicas. En consecuencia, no tiene la forma de un servicio dinámico y democrático, sino los antiguos ropajes de una cámara de jueces que seguirá dirimiendo la pertinencia de clavar o no un clavo.