Durante los últimos días hemos estado ahogados por el humo y las cenizas de los incendios que amenazan con acabar con el Amazonas. Pero, lastimosamente, no es solo esto. Las noticias nos informan diariamente de un planeta a punto de estallar. El futuro no es una fuente de iluminación, ni de fantasía, ni de ilusión, ni de deseo: es una ruta que nos conduce irremediablemente al Apocalipsis.
Nadie nos invita a construir un mundo mejor. Se nos exhorta a evitar su colapso.
Hasta no hace mucho eso no era así. El siglo veinte enfrentó guerras, matanzas, hambrunas; procesos desgarradores, como la descolonización; amenazas horrorosas e inminentes, como el holocausto nuclear. Pero siempre, a pesar de todo, había una luz de esperanza: la prosperidad que traería consigo el capitalismo; la igualdad que brotaría del comunismo; el hombre nuevo que engendraría la revolución; la creencia persistente en un ser divino que por medio de su Iglesia se haría cargo de nosotros. Sobre todo, la fe ciega en la ciencia y la tecnología, que ya sabrían por ellas mismas cómo lidiar con fenómenos como el daño ambiental. Y después de 1989, la certidumbre en la globalización, que de la mano de los mercados extendería la libertad y la democracia a todos los confines de la tierra.
Llámenlos ideologías, falsa conciencia, ingenuidad, como quieran, pero lo cierto es que disponíamos de un menú de alternativas para contar con una luz de esperanza y mantener a raya el fatalismo.
En la hora actual ese menú parece haber estallado por los aires. ¿Quién cree en el progreso cuando ve cómo se desploman los glaciares o se destruye la selva amazónica? ¿Quién cree en las revoluciones, ya no digamos después de la URSS, sino después de la parodia de Venezuela? ¿Quién cree en las iglesias después de los abusos? ¿Quién cree en la ciencia y la tecnología después de Chernobyl? ¿Quién cree en la globalización después de ver cómo las naciones defienden sus fronteras para protegerse de los inmigrantes como si fueran la nueva peste negra, y a Trump usando las armas económicas como niño encaprichado?
Por momentos pienso que el catastrofismo que nos abruma es creado por la generación de la que formo parte. Que proyectamos hacia el mundo que nos rodea la angustia que nos corroe íntimamente, y que tiene que ver con nuestro ciclo biológico, con nuestra propia cercanía con ese fin ineluctable que es la muerte. Somos nosotros, en otras palabras, los que contaminamos el mundo con nuestros miedos y fantasmas. La solución, por ende, sería sacarnos del camino, y de este modo devolver a la vida la centralidad que ha perdido. Pero otras veces pienso que la cosa no es tan simple; que el miedo al futuro es un asunto intergeneracional; que los jóvenes ven el porvenir tan negro como nosotros, aunque son ellos, sin embargo, los que se movilizan y nos llaman a reaccionar, como lo muestra Greta Thunberg.
Hace algunas semanas, al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica, Pedro Morandé decía que “el proceso de globalización y la interdependencia ecológica y social entre todos los pueblos de la tierra hacen cada día más evidente a nuestros ojos la necesidad de comprender la unidad en la diversidad, no con una mirada reducida que busca someter todo a lo que ya sabemos o creemos saber, sino con aquella amplitud de horizonte que es capaz de aceptar que la realidad es un gran misterio, sea a nivel de la naturaleza, de la sociedad global, de los grupos más pequeños, de la familia, y en última instancia, de la persona humana misma”.
Aceptar que la realidad es un gran misterio podría ayudarnos, quizás, para reconocer que el futuro ya no es lo que fue, pero que está ahí, que aún existe.