El bosque sumergido, tercera novela de Diego Vargas Gaete (1975), constituye una grata sorpresa por muchos motivos. Lejos de ser una historia ambiciosa donde se notan los esfuerzos por buscar la originalidad a toda costa, estamos ante un libro sencillo, de lectura amena, sin violencia ni estridencias innecesarias, lo que en los tiempos que corren, se aprecia mucho. Sin conocer los anteriores títulos de Vargas Gaete, podemos afirmar enfáticamente que al finalizar
El bosque sumergido dan deseos de conocerlos, para así juzgar la carrera literaria de un escritor todavía joven y que probablemente está entregando lo mejor de sí mismo en su último volumen. El tiempo que abarca esta narración es extensísimo, cerca de 100 años; no obstante, el autor se las arregla con desenvoltura para comprimirlo en una obra de breve longitud, utilizando un procedimiento que podríamos llamar el de la asociación libre de ideas, lo que le permite saltarse años, décadas, a veces incluso períodos más prolongados, en una página, en un par de páginas, o bien en capítulos cortos, donde se nos presentan fenómenos históricos que van desde la dictadura de Juan Vicente Gómez en Venezuela (1908-1935), el transcurso de la Primera Guerra Mundial, el derrocamientodel Presidente chileno Juan Esteban Montero y la instauración de la República Socialista a comienzos del siglo pasado, para llegar a la época de la Unidad Popular, el golpe de 1973 y el momento actual, en el que prevalece la tecnología digital en todos los órdenes de la vida. Finalmente, el estilo de Vargas Gaete es asombrosamente pulcro, con un vocabulario rico, preciso, ajustado; en otras palabras, el prosista oriundo de Temuco domina a cabalidad el español, lo que en ciertas oportunidades no es aplicable a los colegas de su generación.
El bosque sumergido está narrado en primera persona por quien no es otro que el mismo Vargas Gaete: pese a haber estudiado una profesión liberal, su oficio es la literatura; se mueve en el mundo de las letras y dirige talleres de cuentos en colegios de barrios populares, siempre integrados por hijos de inmigrantes que tanto han contribuido para dotar de diversidad y colorido a nuestro país. Esta ocupación, que el novelista se toma en serio, le sirve de pretexto para insertar numerosos cuentos a lo largo de la trama, algunos de bastante calidad, otros pasables; como sea, lograr que tantos sucesos sin nexo con el nudo central se deslicen con naturalidad, es, desde luego, una muestra de un nivel de virtuosismo.
Sin embargo, la protagonista indiscutible de
El bosque sumergido es Josefina, la abuela del narrador. Nonagenaria al comienzo, su existencia es desplegada en retazos que van de adelante para atrás, o bien se detiene en momentos significativos y cruciales: la muerte de su hermano Alberto en un accidente en el cerro San Cristóbal; su matrimonio con Orlando que, aun cuando a primera vista parece feliz, no impide que Josefina tenga aventuras con un magnate petrolero o con un hombre que para ella es el doble del actor Gary Cooper; el fenómeno astronómico que da el título a este ejemplar y que a Josefina le causa tener un mechón de pelo gris para siempre; la detención en su casa de Santiago por agentes de la policía secreta de la dictadura; el segundo exilio que debe experimentar, ya que llegó a Chile siendo muy joven, si bien en circunstancias totalmente diferentes; sus variados, heterogéneos, en ocasiones extraños trabajos, que incluyen intermitentes esfuerzos literarios, en fin, una trayectoria existencial que daría para un novelón, bien que Vargas Gaete los sabe resumir a su modo, sin pretensiones ni melodramas. Hay que tener en cuenta, además, que
El bosque sumergido transcurre en cinco ciudades o pueblos: Caracas, Mérida, Santiago, Valparaíso y la sureña Licán Ray. La acción se desarrolla sin solución de continuidad en aquellos lugares y también en barrios o rincones habitados por Josefina y su familia.
Un posible defecto, quizá inevitable de esta obra, es el pintoresquismo. Todos los personajes —y hay muchos— son curiosos, extravagantes, insólitos; todos los sitios presentan características singulares; todas las anécdotas que salen a colación poseen aspectos peculiares, excéntricos, sumamente extraños. En realidad, la palabra “defecto” es inadecuada para describir el contexto de
El bosque sumergido, porque lo que hace Vargas Gaete corresponde más a una muestra de cariño que a otra cosa: mal que mal, estamos ante una crónica que, en lo básico, es autobiográfica y, a menos que estemos frente a un amargado, nadie compone textos de esta naturaleza sin simpatía, sin un compromiso emocional que, en este caso, permea la intriga de punta a cabo. Este cariño, esta disposición amorosa, dan un sabor muy especial al conjunto de la ficción. Un ejemplo de ello es el vínculo que Vargas Gaete o su portavoz establecen con el difunto tío Alberto, quien, tras su trágico accidente, no dejó huella alguna de su paso por la tierra: no hay documentos, certificados, papeles de algún tipo, salvo algunos viejas fotos, que demuestren que en realidad estuvo entre los suyos. Esto nos lleva al Registro Civil, al Gabinete de Identificación, hasta a la iglesia Mormona sin conseguir nada, y cuando algún rastro aparece, es tan vago que no demuestra nada, por lo que finalmente se recurre a la omnipotente internet, pero todo es en vano. Y este episodio es uno de tantos que torna a
El bosque sumergido en un relato entrañable.