La noticia es impresionante: el gobierno de Indonesia ha anunciado que deberá trasladar la capital, Yakarta, a una nueva localización en la vecina isla de Borneo. La ciudad sufre por su excesivo tamaño, densidad y contaminación ambiental, pero principalmente por el sostenido aumento del nivel del mar, que ya tiene a 40% de la ciudad convertida en un pantano. Expertos estiman que un tercio de la ciudad podría desaparecer en apenas 30 años. Al caso de Yakarta se suman diversos archipiélagos en el Índico y en el Pacífico que ya se preparan para ser abandonados, mientras que alrededor del mundo gobiernos preparan catastros de zonas costeras susceptibles de ser afectadas. En Chile, da la sensación de que pretendemos ignorar la gravedad de la inminente catástrofe. Nuestras autoridades nos hablan de combatir la sequía, que es un síntoma; pero no toman partido por combatir el cambio climático, que es la enfermedad. Nos alertan de una creciente escasez de agua que pronto afectaría a nuestra metrópolis, la que concentra a casi la mitad de la población nacional, pero al mismo tiempo permite intervenciones violentas y profundamente perjudiciales en las dos cuencas de nuestro valle (las de los ríos Maipo y Mapocho), con la excusa del desarrollo de la industria de la minería. De poco nos servirá el desarrollo económico si deberemos trasladar la ciudad en un par de décadas, dándola por perdida.
Ya antes el mundo se enfrentó al fin de los tiempos. En el siglo 14, la temible peste azotó a Europa, haciendo desaparecer a un tercio de la población y sembrando tal terror colectivo y desesperanza cultural, que la historia cambió su curso por completo. En algunas ciudades, los sobrevivientes eran tan pocos que no alcanzaban para enterrar a sus propios muertos. Las comunidades dejaron de producir, de construir, de fundar iglesias y monasterios. Un ánimo fatalista y cínico se apoderó de sociedades completas, y mientras algunos se volcaron a un hedonismo terminal, otros miraron el futuro en busca de nuevos caminos para satisfacer el ansia de sabiduría, de razón del ser, de salvación a través del conocimiento. La peste, se dice, terminó así con la Edad Media e inauguró la era del Renacimiento, que es la del hombre moderno. De esa profunda renovación surgió el método científico, la enciclopedia y el amplio rango de disciplinas que permitieron, entre otras cosas, poner atajo, cuando no fin, a la ancestral pesadilla de las epidemias contagiosas. Es posible que mañana la humanidad renazca y se reinvente a partir de la tragedia que hoy pende sobre nosotros; que contenga y finalmente logre revertir el daño que el propio hombre infligió, en apenas dos siglos de locura, a su único refugio en el universo.