Qué fácil es mirar el mal que hace el otro y qué difícil mirar el mal que hicimos o hacemos. El viejo aserto bíblico nos desnuda: “no mires la paja en el ojo ajeno, mira la viga en el propio”. El psicoanalista Carl G. Jung estudió esa tendencia tan humana a proyectar la propia “sombra” afuera, en otros, y esconder la nuestra debajo de la alfombra. Es lo que nos sucede hoy con los dramáticos y desbocados incendios de la Amazonía. Hoy día Bolsonaro es, para muchos, la Sombra, la encarnación del Mal, y no cabe duda que estamos ante un líder nefasto, de características egóticas e impulsivas, un presidente que “tuitea” como un adolescente bromas de mal gusto mientras la Amazonía arde. El mundo requeriría para esta encrucijada del cambio climático líderes sabios y prudentes (que reúnan las virtudes medias aristotélicas y taoístas), pero los pueblos votan cada vez más por “Bolsonaros”, de izquierda o derecha. Son —como diría Nietzsche— los “últimos hombres”, con un nivel de conciencia muy bajo. Todo esto es cierto. Pero, ¿tenemos como país la autoridad moral de escandalizarnos por la devastación de la Amazonía si hemos hecho lo mismo, durante décadas y siglos, con nuestra propia Selva Fría?
En la Amazonía asistimos a un incendio en cámara rápida. Aquí, en Chile, venimos incendiando y devastando nuestra propia Amazonía desde hace siglos. La catástrofe ya ocurrió. Los característicos troncos quemados clamando al cielo, mudos y muertos, son una imagen del paisaje que nos habla de ese incendio continuo que ha sido la historia del sur de Chile. La tala de bosques milenarios para una agricultura sin control alguno (lo mismo que está ocurriendo hoy en Brasil y Bolivia), los desarrollos mineros y forestales, y las quemas en la colonización del sur de los siglos XIX y XX, entre otros factores, terminaron por mutilar nuestra sublime y delicada Selva Fría.
“El que no conoce el bosque chileno no conoce el mundo”, sentenció Neruda en sus memorias. Hoy sobreviven solo islas de bosque nativo. A pesar de que el Código Civil de 1855 declaraba que los “predios privados deben conservar el bosque en su ser”, Chile no conservó el bosque en su ser y, con eso, se alejó de su Ser más profundo, se extravió. La Amazonía no solo es una reserva de biodiversidad, es también un paisaje y un ritmo interior. También la Selva Fría. La Amazonía es veloz, exuberante, ruidosa; la Selva Fría es lenta, silenciosa, mucho más íntima y sobria. La primera despierta la imaginación de exploradores delirantes como Aguirre; la segunda, la emoción de poetas delicados y lluviosos como Juvencio Valle. No perdemos solo el oxígeno para respirar con esas devastaciones: nuestra alma y el alma de la tierra sufren un daño irreversible.
Y que no se diga que no hubo voces proféticas que alertaran de este ecocidio. Claudio Gay ya advertía de la desaparición de los bosques de Chile para alimentar la minería, en el siglo XIX. Vicuña Mackenna decía: “todos los bosques de Chile son talados a ritmo febril”. Y ahí están Federico Albert, Rafael Elizalde (autor de “La sobrevivencia de Chile”) y el grito desesperado del gran Luis Oyarzún en ese manifiesto adelantado a su tiempo que fue “Defensa de la tierra”, publicado en la década del 70. El Estado chileno fue —por mucho tiempo— el Bolsonaro de la Selva Fría, una parte de los empresarios también lo han sido, y los políticos que dieron la espalda a esa catástrofe permanente, y no generaron políticas públicas suficientemente eficaces y proactivas, también han sido nuestros pequeños Bolsonaros. También lo son los ciudadanos que fumigan y destruyen con productos sintéticos el delicado equilibrio de sus propios jardines y los que riegan horas y horas el pavimento, dilapidando agua. Y yo y tú que lees esta columna también somos los “últimos hombres”, pequeños Bolsonaros en potencia, ¿o estamos haciendo algo por la dañada Selva Fría, nuestra propia Amazonía, aparte de tuitear?