El corazón del mensaje de Mauricio Macri en 2015 fue, uno, ataque a la corrupción, y dos, diluir la crisis económica que se cernía con muchos avisos, así como las distorsiones que se acumulaban, tendencia que venía desde el pasado profundo, a pesar de las colosales fortalezas del país. En lo primero, naufraga por el hecho de que la corrupción penetró como imagen hasta un nivel tal que cada argentino —más que nada en el espacio público— cree que todo se debe a un acto venal de ese o aquel. El “todos roban” se convierte en un incentivo adicional para la corrupción, ya que a nadie honesto le van a creer que lo es, desalentando la intervención en política de los honrados y motivados. Por eso las acusaciones —muchas de ellas archiprobadas— contra funcionarios de los Kirchner, quizás la misma Cristina, no tuvieron mayor peso al momento de decidir el voto.
Segundo, decisivo en que se ignore la corrupción, Macri se empeñó desde el primer día en adoptar una política que desviara a la economía argentina de su marcha al abismo. Los gobiernos de las derechas —esto es universal— son casi siempre juzgados por su comportamiento económico, en una medida bastante mayor que las izquierdas; además, bajo Néstor, Argentina había tenido una recuperación espectacular comparado con el nadir de la crisis de 2001, por un período de 5 años, no visto en la historia contemporánea del país, en que probablemente se perdió la oportunidad para rectificaciones de fondo. Se discutirá mucho sobre las causas de esa evolución, pero es un recuerdo que pervive en el imaginario del país, a pesar del estancamiento de los años de Cristina. Lo mismo se debatió la estrategia económica inicial de Macri. El asunto es que naufragó en 2018; hubo un golpe de timón, pero tanto la campaña electoral como el resultado de esas extrañas primarias —y el rechazo airado del elector— colocan a la economía en la cuerda floja. Y en el país va a pervivir la imagen de que, tanto en 2001 como en este 2019, todo fue producto de la política de derecha. Será un argumento político por largos años.
Aconsejaría a Macri hundirse con la bandera al tope. No es que no pueda hacer unos gestos y promesas, pero amén de que los argentinos ya no creen en nada, las medidas pre y postelectorales parecen imposibles de sostenerse en una economía sana. Desde este ángulo, es un milagro que un tercio del electorado lo haya apoyado. Su misión debiera ser alcanzar el 40% o más, de manera que cuando la dupla Fernández asuma el gobierno, sepa que hay casi una mitad de argentinos con los que también tiene que contar. Que no sea nuestro chileno 1965, cuando se perdieron los equilibrios a partir de una elección parlamentaria, resultado a su vez de un terremoto electoral, lo que abrió más puertas a todo tipo de experimentos. Mejor ejemplo, cuando, tras la cuasi autodestrucción de nuestra derecha en 2013, Evelyn Matthei se sacrificó para rescatar lo que era posible de hacerlo, al menos forzando una segunda vuelta y logrando casi el 40%.
Ayudaría a Alberto Fernández —habrá que esperar que aparezcan sus diferencias de estilo y de políticas con los de Cristina— a centrar las cosas una vez instalado en la Casa Rosada el tener que lidiar con una oposición fuerte, segura de sí misma y de su idea de país político, y no una apabullada y avergonzada por la derrota. En 2003, el 60% de los electores votó por candidatos peronistas; en este 2019 las tres principales fórmulas llevaban nombres de peronistas, el 90% de los electores. Es lo que lo hace pensar a uno que, ante un movimiento multiforme, con derecha e izquierda, y con todo lo demás, solo un peronista podría enderezar la política trasandina. Ojalá.