La norma sigue vigente: toda ciudad que crece y brilla tiene un teatro de ópera que resplandece. Por fin hay uno en Concepción, donde el género lírico cuenta con un público capaz de agotar tres funciones y más de una excelente “Madama Butterfly” (Puccini), en un coliseo con 1.200 butacas, aforo del impresionante Regional del Biobío.
Esta “Madama Butterfly” es un hito histórico por varios motivos: marcó la apertura a la ópera de un teatro naciente; la realización en sí misma pone un nuevo estándar a los espectáculos que allí se realicen, y el título es parte de la celebración del primer siglo de existencia de la Universidad de Concepción.
Se suma a eso la firma de un convenio entre la Corporación Cultural de la casa de estudios (Corcudec), la municipalidad y la Associazione Internazionale delle Culture Unite, de Génova (Italia). Esto último, parte de un proyecto de auge e internacionalización de la vida musical de la ciudad, cuyo primer hito será un Festival de Ópera con sede en Concepción, en agosto de 2020. Todo esto, un trabajo en el que se han empeñado Mario Cabrera, gerente general de Corcudec, junto al alcalde Álvaro Ortiz y el director Lorenzo Tazzieri.
En los días previos al estreno, hubo gran inquietud por saber cómo funcionaría la acústica del lugar, en especial porque el recinto es muy grande y alto, y el escenario, enorme: tiene 22 metros de boca por 28 de fondo; quedarían holgadas ahí obras monumentales como “Aida” y “Turandot”.
Los resultados fueron más que satisfactorios, porque la sala, aunque algo seca, permite correr a las voces. Estas, curiosamente, se ecualizan, de manera que no se hacen patentes de manera brutal las diferencias de caudal entre ellas. El sonido proveniente del foso sufre de una cierta opacidad, pero el oído se acostumbra pronto y la música se desenvuelve sin problemas y sin pérdida de detalles, aunque sí con una expansión algo restringida, lo que puede disminuir el voltaje de la carga emotiva.
El maestro Lorenzo Tazzieri (1985) cuenta con una experiencia contundente en ópera y una sensibilidad acorde con Puccini, al que aborda de manera personal. Su versión, en la que hace ostensibles las capas del tejido musical a través de un fraseo nada convencional, avanza hacia el ulterior desgarro con una progresión incesante para la que se necesita una batuta de verdad sólida. La Orquesta de la Universidad de Concepción respondió con rigor y robustez a la doble militancia entre la plena efusión lírica y el tempo justo, pendiente del texto dramático: aquí, el mero sinfonismo no sirve. Tazzieri tuvo un puntal también en el afiatado Coro, dirigido por Carlos Traverso.
La régie de Christine Hucke optó por la convergencia de tradición y modernidad, y por el desarrollo de personajes que se sienten cercanos y que, a partir de la historia, hablan a nuestro tiempo. Los temas no fueron solo el abandono de una mujer, el abuso sexual y el imperialismo, sino también la indiferencia por el otro, la pobreza que envilece (Goro), la obstinación religiosa (Bonzo) y la pérdida de inocencia: el hijo de Butterfly asiste, en este caso, al suicidio de su madre.
Fue interesante el juego propuesto desde la casa japonesa de Cio Cio San (diseño escenográfico y de iluminación de Patricio Pérez), conformada por un módulo central con sus shoji y otros dos bloques laterales, que servían como vínculo del mundo privado de Butterfly con el exterior. Se utilizaron proyecciones para dar cuenta del barrio de Omura en Nagasaki, los faroles flotantes (para la ilusión amorosa del dúo del primer acto), la llegada del barco de Pinkerton y los cerezos floridos. También el vestuario (Marianela Camaño) permitió sumirse en el juego de un tiempo físico incierto.
Se contó con un elenco comprometido, liderado por la solvente soprano argentina Mónica Ferracani, ovacionada, quien ofreció un retrato conmovedor de Cio Cio San, en especial a partir del segundo acto. Con ella, un admirable José Azócar volvió a cantar Pinkerton y lo hizo con la potencia vocal que lo caracteriza; como siempre, el miserable personaje se llevó las pifias de la audiencia, lo que es signo —vaya paradoja— del mayor aplauso. Excelente el barítono Christian Senn, con aplomo actoral y canto de alto nivel, en esta primera incursión suya como Sharpless; lo mismo que la entrañable Suzuki de la mezzosoprano Florencia Machado. El tenor Leonardo Navarro, afincado por estos días en la Ópera de Viena, dueño de una bella voz lírica, fue un Goro de atractivo juego teatral, y Ricardo Seguel, otra vez sorprendió con su apabullante y severo Bonzo. Nota aparte para el niño que encarnó a Dolor, el hijo de Butterfly: Enzo Aedo tiene apenas 4 años y su trabajo fue de verdad sobrecogedor; hay un artista en ciernes ahí.