En la vida cristiana hay que evitar cualquier generalización o automatización: todos se salvan o nadie se salva. En la enseñanza de Jesús, no es cuestión de número sino de la libertad de cada uno. Prima el factor “humano”, porque es cuestión de amor: si quieres, con su ayuda puedes.
Por eso el Señor afirma: “Esfuérzate en entrar por la puerta estrecha, pues les digo que muchos intentarán entrar y no podrán” (Lucas 13, 23). Y vienen a nuestra consideración varias preguntas:
¿Por qué este camino de salvación es estrecho?: ¿no quiere Dios que todos lo pasemos? No, el Mesías viene por toda la humanidad, porque al momento de predicar nos dice: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio” (Salmo 116). Quiere que todos se salven, que nadie deje de entrar por la puerta, y para eso hay que esforzarse.
Esta escena de la “puerta angosta” me recuerda mi niñez cuando con los amigos íbamos después de almuerzo a jugar a la pelota a la cancha de futbolito y estaba cerrada por una reja perimetral. Ahí aprendí que cuando entraba la cabeza pasaba todo el cuerpo. Era cosa de buscar y hacer intentos, hasta que se encontraba e ingresábamos todos, menos el cabezón del grupo.
Cuando hay convicción y decisión –una voluntad enamorada– que la puerta sea estrecha, alta o baja, es lo de menos. La pregunta es si estoy dispuesto a “empeñarme”, que significa amar: “Esfuérzate en entrar por la puerta estrecha” (Lucas 13, 23).
El pueblo de Israel da ejemplo cuando a los pocos meses de llegar a la tierra prometida, se dan cuenta que está habitada y que tendrán que luchar por ella. Se rebelan y “toda la comunidad empezó a dar gritos y el pueblo se pasó llorando toda la noche” (Números 14,1). Y entonces Josué y Caleb dijeron: “La tierra que hemos recorrido y explorado es una tierra excelente. Si el Señor nos es favorable, nos introducirá en ella y nos la entregará: es una tierra que mana leche y miel” (Números 14, 6-8).
A pesar de la rebelión, Dios resuelve perdonar a su pueblo: entrarán y la conquistarán con la ayuda del Señor, pero aquellos “hombres que vieron mi gloria y los signos que hice en Egipto y en el desierto, y me han puesto a prueba diez veces ya, y no han escuchado mi voz; ninguno de ellos verá la tierra que prometí con juramento a sus padres. Nadie de los que me han rechazado la verá” (Números 14, 22-23).
Lamentablemente quienes pensaron que bastaba con caminar por el desierto, pero sin luchar por esa tierra, “intentarán entrar y no podrán” (Lucas 13, 23). A lo largo del evangelio hay continuas referencias al esfuerzo y a la lucha por amar a Dios y a los demás: los que pelean arrebatan el reino de los cielos (Mateo 11, 12); “aquel que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mateo 10, 22); corran de manera que ganen el premio (1Co. 9, 24), etc.
Quiero llegar a la meta, quiero parecerme a Jesucristo, pero no estoy dispuesto a luchar por arrancar de mi vida la soberbia, mi comodidad, mi flojera, el amor propio. Entonces..., no digas que quieres –que amas al Señor–, porque no es verdad.
En este contexto podemos entender estas palabras del evangelio: “Señor, ábrenos; pero él os dirá: No sé quiénes son” (Lucas 13, 22-30) Haber conocido al Señor y escuchado su palabra es importante, pero no es suficiente. Tenemos que mostrar con nuestras obras que lo amamos. Amar es llegar –como Jesús– hasta la Cruz, y si a los santos les preguntáramos ¿era muy estrecha la puerta?, sonreirían, porque para el que ama de verdad, todo esfuerzo parece poco.
“Cuando hay convicción y decisión —una voluntad enamorada— que la puerta sea estrecha, alta o baja, es lo de menos. La pregunta es si estoy dispuesto a “empeñarme”, que significa amar: ‘Esfuérzate en entrar por la puerta estrecha'”
(Lucas 13,23)