“En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro. Pero se puede contar una historia de todas maneras. Se puede tomar impulso, después empezar, hacerlo, y basta”.
Este pasaje, que proviene de
¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, da la tónica general para uno de los más celebrados títulos de Lorrie Moore (1957), una autora norteamericana que ha sido considerada por la crítica como la mejor de su generación. Entre nosotros es mucho más conocida como cuentista —
Pájaros de América,
Gracias por la compañía son colecciones que contienen piezas de antología— y es probable que el género breve se le dé mejor que la novela, al seguir las huellas de Henry James, Katherine Mansfield u otros que han llevado este género a la perfección. En
¿Quién se hará cargo… Moore compone una obra donde aparentemente no pasa nada, sea porque todo ocurre en el interior de la protagonista-narradora, sea porque los hechos externos —la guerra de Vietnam, la crisis de los misiles, las rebeliones estudiantiles— son menciones a la pasada. Que ella misma diga, tal cual lo transcribimos, “se puede contar una historia de todas maneras”, significa claramente que a Moore le interesa lo que a pocos de sus contemporáneos les interesa, vale decir, partir de sucesos insignificantes, retratar o situar sus tramas en lugares dejados de la mano de Dios.
Así, podría pensarse que
¿Quién se hará cargo… es un libro de escasa importancia, pero si creemos eso nos equivocamos. Moore lleva a cabo una intensa radiografía de un pueblito estadounidense y el clima de melancolía que evoca con tanta naturalidad sería insoportable si su escritura no fuera tan inspiradora; para lograr esa atmósfera, recurre a un estilo que a primera vista parece desarticulado, aunque a la postre resulta más expresivo que si empleara la tradicional forma lineal. De esta manera, rompe el esquema témporo-espacial, utiliza una técnica literaria llamada flujo libre de la conciencia, que si bien no es ninguna novedad, le sirve para construir una narración que abarca unas tres décadas y crea una atmósfera psicológica que nos sumerge en un mundo engañosamente remoto.
Berie, la heroína, y Daniel, su esposo, están de viaje en París. Ambos forman un matrimonio anquilosado y comparten una serie de instrucciones implícitas que intentan evitar peleas o mitigarlas. Durante una cena, entre bocados exquisitos y copas de vino, Berie intenta rememorar, en una suerte de reflejo proustiano, su adolescencia en Horsehearts, localidad en el este norteamericano. Su casa es invadida por exóticas visitas, sus padres son estrictos, su abuela maneja a la familia, Berie adora a su hermano Claude y en las horas fuera de clases trabaja como cajera en el parque de diversiones Storyland aun cuando para ella la relación más importante es la que entabla con la encantadora Sils.
¿Quién se hará cargo… pasa a ser la crónica de una amistad femenina entrañable entre Berie y Sils. No hay secretos entre ellas, jamás discuten, duermen con frecuencia una en la pieza de la otra y experimentan las mismas aventuras, comparten todo y en esos tiempos lejanos, se diría que el vínculo que las une es imbatible. Sin embargo, Sils pronto cae en problemas graves: se enamora de Mike, un motociclista y pronto queda embarazada de él. La que solucionará el entuerto será Berie, quien roba elevadas sumas de dinero para sacar del lío a su compañera, o sea, pagar un aborto. Las cosas seguirían como estaban si no fuera porque Berie se acostumbra a hacerse dueña de lo ajeno y desarrolla una furiosa cleptomanía. Por supuesto, es descubierta por los administradores del establecimiento y si bien no hay un proceso legal en su contra, las consecuencias son serias: es enviada a una colonia veraniega correccional, en la que las autoridades son benévolas —solo rezos y lecturas de la Biblia— y terminará la enseñanza media en un internado. Todo esto es evocado por Berie gracias a los chispazos de la memoria que surgen en las conversaciones con Daniel mientras pasean por París. Con lucidez poco común, examina su juventud, y ya madura, se da cuenta de que de dorada no tuvo nada, si bien es inevitable la idealización de una etapa de su existencia que, en comparación con el presente, la encuentra pintoresca, poco convencional, un tanto extraña, hasta bucólica.
Lo verdaderamente llamativo de
¿Quién se hará cargo… es el clima intelectual e interpersonal de un ambiente en el cual hombres y mujeres se desenvolvían en un medio abierto, liberal, desprejuiciado, sin hipocresía. Y Moore se detiene en el momento exacto en que una niña se convierte en mujer, cuando todo es posible y el amor dura para siempre.