Hace unos días, alguien a quien conozco, buscando una manera de desacreditar un libro de aparición reciente, usó esta fórmula: “Es como Papelucho psicológico latero”. Le contesté que ya era algo haber llegado al nivel de Papelucho. Más no pasó, la conversación se suspendió ahí.
Es muy gracioso ese tic o motivo que se da entre nosotros, el de utilizar a Papelucho como patrón de comparaciones, no solo librescas sino también de personalidad. Muchas veces he escuchado que a un niño se lo define por su parecido supuesto a Papelucho, lo que incluye una facha medio desgarbada, el pelo parado, la flacura, la curiosidad por las cosas del mundo, una marcada intimidad y la tendencia a comunicar las propias opiniones aunque resulten impertinentes.
Por otra parte, Papelucho supone, esencialmente, el soporte de una estabilidad burguesa, la protección de una estructura que excede el radio de su familia nuclear.
Este punto debería ser estudiado con mayor concentración: Papelucho es, en el contexto de mediados del siglo XX, el hijo de una familia moderna. Sabemos que Marcela Paz (Esther Huneeus) formó el bosquejo del personaje a partir de uno de sus hijos (aunque también sabemos que en una instancia anterior se trataba de una niña, una niña que llevaba un diario de vida). No hay referencias a la tradición en la casa de Papelucho, pero sí a novedades como “el negocio del nylon”. Muy revelador puede ser, en este sentido, el uso de la palabra
atómico en el libro.
La infancia de Esther Huneeus en cambio, como la de Benjamín Subercaseaux, corresponde a los últimos días de lo que Eduardo Balmaceda llamó “un mundo que se fue”: formas de sociabilidad aún ligadas al siglo XIX, casas de tres patios, con caballos en el último, viajes familiares a Europa con vacas a bordo del buque y, como una especie de despertar tardío, el terremoto de 1906.
Hay una brecha entre ese tipo de experiencias y las que aparecen en la existencia de Papelucho. ¿Dónde vivía? ¿Todavía en Dieciocho, en República, en Providencia? Donde fuera que haya sido, para muchas generaciones de lectores se ha producido siempre en relación a este factor la magia del reconocimiento: la casa de Papelucho es, en el trance de la lectura, la casa de cualquiera. Su padre —autoritario y de formas borrosas— es el nuestro. Qué decir de su madre. Esther Huneeus le achuntó en esta parte al objetivo invisible de la universalidad.
Elaboré estas especulaciones tras leer el maravilloso
Diario de Francisca, de Francisca Márquez, que es la versión facsimilar del diario de una niña de 12 años en 1973 (se trata, por cierto, de un diario real, nacido para compensar una necesidad existencial, no de un recurso literario). Otras voces, otros ámbitos, se dirá, pero no: se podría igualmente señalar que el personaje de este relato es equivalente a Papelucho. En ambos está el sentimiento de la “recusación”, en ambos la extrañeza del mundo como un lugar a la vez ajeno e interior, en ambos la dura mirada infantil y la incómoda autoconciencia.