Después de un largo día, Cliff Booth deja a su jefe Rick Dalton en casa y baja acelerando por las colinas hacia Sunset Strip y va pasando una luz verde tras otra en su aporreado descapotable azul, en mangas de camisa, el pelo al viento, hasta que los neones de las tiendas, cines y restaurantes de la avenida se confunden, transformadas en manchones de colores.
En cualquier otra película de estos días, esta sería una secuencia más —unas cuantas líneas de guion que hay que filmar antes de pasar a escenas más importantes—, pero en “Érase una vez en Hollywood”, ese casual paseo en auto se vuelve un instante trascendental. Situado en los minutos iniciales del filme, es nada menos que un portal de acceso a otra era, la entrada a una máquina del tiempo que devuelve a la audiencia medio siglo atrás, sin recurrir a efectos especiales ni animación digital: por unos breves instantes, esos automóviles, letreros y escaparates; esa publicidad, veredas y postes de luz; esa gente que caminó por la calle y se detuvo en una esquina cualquiera, durante un cálido invierno de 1969 en Los Angeles, ha vuelto a estar ahí.
El asunto no debería causar tanta impresión, pero es innegable que la produce en medio de una temporada cinematográfica repleta de superhéroes, seres de fantasía, secuelas y series de
streaming que revientan las redes sociales y se desvanecen tan rápido como llegaron, antes de dejar paso al siguiente evento. En medio de toda esa challa y griterío, divisar a Brad Pitt pasando los cambios y tomando la carretera rumbo al Valle de San Fernando, resulta algo casi provocador, revolucionario; sobre todo porque el filme no apura el ritmo. Al contrario: lo deja ser, permite que el espectador explore y habite el personaje, a medida que es un actor, y no una criatura de animación digital, lo que se despliega en pantalla.
En rigor, Pitt es solo otra pieza en lo que semeja un gran fresco de época, el cambio de los años 60 a los 70, el instante en que el nuevo Hollywood, joven y contracultural, reemplazó al antiguo sistema de estudios, cambiando la industria del espectáculo, pero además el compás social de una ciudad; es verdad, se trata de un retrato muy ambicioso, pero que emerge de forma tan concentrada como fugaz: solo tres días en la vida de un actor en plena crisis (Leonardo DiCaprio); un doble de escenas de acción (Pitt) cuya fortuna va ligada a la de su amigo, y una actriz al borde del estrellato llamada Sharon Tate (Margot Robbie), que antes de llegar a mediados de octubre moriría asesinada junto a tres amigos, a manos de integrantes de la secta de Charles Manson. Descritos así, es fácil imaginarlos encadenados a un destino que se cumplirá contra viento y marea, pero puesto en manos de Quentin Tarantino —que concibió y bautizó su cinta homenajeando a los filmes épicos de Sergio Leone—, todo germen de melodrama se disuelve. Antes que una desgarrada carrera hacia los crímenes de Cielo Drive, antes que la versión fílmica de anécdotas que hoy forman parte de los libros de historia, la cinta es ante todo un alborozado cúmulo de momentos; algunos públicos, la mayoría privados; algunos conectados con la inminente tragedia que amenaza a Tate; la mayoría, breves minutos en que nos zambullimos en la intimidad de los protagonistas, sin aparente propósito que estar en el otro, ser el otro, acompañarlo en su camino y luego dejarle ir.
De ahí que el efecto histórico sea el inverso al conseguido en “Bastardos sin gloria” (2009) y “Django Unchained” (2013). Más allá de la tarantinesca tentación de manejar y torcer los hechos reales según sus propios designios, en su propia versión del “Érase una vez...” —es decir, de la lógica del cuento de hadas—, el realizador apuesta por que el cine aún es capaz de conseguir lo imposible: dar vida ahí donde hay muerte. Dar vida, aunque sea solo por momentos, aunque sea solo en una pantalla de dos dimensiones.
ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD
Escrita y dirigida por Quentin Tarantino.
Con Leonardo DiCaprio y Brad Pitt.
Estados Unidos, 2019, 164 minutos.