Mientras las tías dormían profundas siestas, sacábamos los cajones de la máquina de coser Singer, los vaciábamos de su molesto contenido (hilos, botones) con enérgicos sacudones y nos los llevábamos a la larga galería, desierta a aquella hora, para formar un tren. De guata en el suelo, empujábamos el convoy diciendo “chucu-chucu-chucu”, el encantador ruido que hacía la locomotora cuando, después de hacer patinar sobre los rieles sus enormes ruedas traseras, comenzaba a desplazarse lentamente, produciendo unas magníficas nubes negras o blancas que decoraban más que polucionaban los campos, llenando los ojos de los “señores pasajeros” de molestos carboncillos. “Baja la ventana, chiquillo de moledera”: la tía abuela, con un pañuelo, acudía a sacarnos el carboncillo que se nos había metido en un ojo por ir con la cabeza asomada, tragando aire y humo a ¡ochenta kilómetros por hora!
La orilla de la línea férrea era, desde Santiago hasta Talca, un basural asombroso, un “museo a cielo abierto” de todos los desechos humanos imaginables: colchones semidestripados, cáscaras de sandías, coches de guagua, sillas con una pata menos, perros muertos, bolsas grandes y chicas de misterioso contenido. Eran parte integrante de este impresionante desfile, innumerables bestias que pululaban entre las inmundicias: chanchos, gallinas, perros, gatos, burros. Solo faltaban los caballos que, como se sabe, les tienen terror a los trenes y, apenas ven acercarse uno, huyen de la línea férrea a todo galope, echando espumarajos por el hocico, los muy cobardes, y agitando al viento las crines con posturas heroicas, estatuarias… Cualquier pollo de campo les da lecciones de entereza, permaneciendo ahí, al borde mismo del peligro, por si el remolino que levanta el convoy deja a la vista algún grano picoteable.
¡Ah, la fascinación del tóxico y adictivo olor de las estaciones, el embrujador traqueteo (tatata-tán, tatata-tán), igualito al dramático comienzo de cierta sinfonía de Beethoven! Y, luego, el desfile de los condumios, transportados en carritos que iban siempre en dirección contraria a la del viaje (si íbamos hacia el sur, los empujaban hacia el norte, y viceversa, ejemplificando teorías del mismísimo Einstein): “¡Marta, bir y pirs! ¡Sangüis de jamón y queso!”. Los sándwiches yacían difuntos en sus bandejas, con las puntas del pan secas, vueltas hacia arriba en poco apetecible rictus. En el balde de agua turbia tintineaban las botellas. Era esto o comprarles “sánguches de tiuque” a las “palomitas” en las estaciones, simpáticas, antihigiénicas.
¡Qué tiempos, qué viajes! ¡Qué maravilla de impuntualidad e ineficiencia! ¡Qué disfrute! Conmemorémoslos con lo siguiente, que servían en el coche comedor.
EscalopinesCorte, muy finos, escalopines de carne de vaca. Fríalos, vuelta y vuelta, en aceite de oliva o mantequilla. Reserve. Agregue a la sartén buen trozo de mantequilla y dórela. Añada 1 o 2 cda de harina tostada, revuelva hasta homogeneizar, moje con caldo de carne hasta tener una salsa sueltecita. Sal, pimienta, gotas de salsa Perrins. Ponga ahí los escalopines. Sirva con papas fritas.