Hace mucho tiempo, cuando se discutía el destino de los aportes que recibiría Valparaíso producto de su condición patrimonial, escuchaba decir a un sabio profesor de la UCV que la mejor acción que se podía llevar a cabo para proteger la ciudad era construir y reconstruir todos los muros de contención necesarios. En ellos reside la esencia del valor patrimonial que hace del puerto una ciudad única: su obstinación por hacer habitable la pendiente y abrir una ventana al mar en donde la vista lo amerite. Construir un plano sobre un terreno escarpado y lograr llegar a él, ya sea por una cuesta o por una escala estrecha. En esa obstinación creativa reside también su condena: una ciudad que se escurre, una ciudad que se inflama por sus quebradas, una ciudad de rincones inaccesibles. En gran parte, una ciudad autoconstruida, sin más planificación que el ingenio ni más fiscalización que el inexorable deterioro que trae el paso del tiempo.
Evito escribir de Valparaíso, porque me supera su complejidad. Me fascina y me atormenta su belleza terrible. Me siento cómplice del fetichismo que ha elevado la miseria urbana a valor cultural; que tapa la pobreza con pintura de colores y acalla los problemas con tambores. Con insoportable frecuencia, la ciudad nos abofetea con explosiones, derrumbes, incendios. Tragedias humanas que nos ponen frente a nuestra frivolidad, a nuestro materialismo y a la incapacidad política de otorgarle a los porteños su derecho a la ciudad: el derecho de las personas a su integridad física, a la seguridad, a la vida.
El país necesita mirar de frente a los cerros, sin el filtro de la postal pintoresca que ha naturalizado la pobreza. El puerto no solo requiere de proyectos de desarrollo económico que le ofrezcan perspectivas de crecimiento y empleo. Se necesitan recursos nacionales para intervenir el tejido urbano, tanto en el espacio público como en el privado, como si se tratara de una zona asolada. Porque los porteños viven en una ciudad que los mata, en un estado de catástrofe latente, y necesitan ayuda para reconstruirse, porque la envergadura de la tarea supera a cualquier comunidad.