Dos aspectos se deben distinguir en “Animales invisibles”, Opus 6 del conjunto La Laura Palmer desde que en 2012 abrazó la idea de trasponer a la escena “la vida misma”, según postula el influyente colectivo suizo-alemán Rimini Protokoll, el llamado nuevo teatro documental. Por un lado, el concepto y su sentido descarnadamente crítico respecto de la situación del Teatro Nacional Chileno, ambos excepcionales. Por otro, su defectuosa ejecución, dado el nivel que este fijó antes.
Lo que se puede atribuir a que por primera vez el grupo estrena con diferencia de días dos obras preparadas simultáneamente (en abril presentó una tercera en Concepción). Poco tiempo para darle a cada cual dedicación y pulimento.
Segunda obra suya sobre una compañía teatral tras “Esto (no) es un testamento” en 2017, esta es todo lo contrario a un tributo. Tiene como en sus mejores logros algo de instalación y de reportaje periodístico, y sus ejecutantes no son profesionales, sino gente común que testimonia sus propias vivencias. Aquí son siete trabajadores del Teatro Nacional de la U. de Chile —director de escena, tramoyista, utilero— que envejecieron realizando las tareas técnicas imprescindibles para crear la ilusión escénica, sin que jamás el público viera sus rostros. Cuentan en qué consiste la abnegada labor en que se manifiesta su particular amor por las tablas y, sobre todo, cómo fueron testigos de la declinación del Teatro Antonio Varas, desde sus tiempos de gloria en que cumplió un rol cultural hegemónico por largas décadas hasta caer hoy en el más total abandono. Ya no es ni la sombra de lo que fue, dice este tristísimo réquiem o grito de auxilio, y a nadie parece importarle. La misma universidad de la que depende se resiste a firmar su acta de defunción, pues eso sí levantaría una polvareda. En democracia y bajo el sistema mercantilista, el Teatro Nacional y la creación teatral, en general, se vinieron guarda abajo, plantean.
Con un tope de 42 asistentes por función, invita primero a visitar las entrañas de la sala, haciendo un recorrido por seis camarines en cuyos espejos aparecen los personajes hablando de su oficio y sus vidas como si ya estuvieran muertos. Luego se cruza el escenario y sentados en la platea los asistentes descubren que ellos están allí, agónicos, pero con ganas de actuar; o sea de jugar a ser actores, o bien de ejecutar una acción que produzca un efecto o reacción con vistas a evitar el naufragio.
Lo objetable está en la forma. A este tipo de teatro no se le puede exigir oficio, claro; igual sus
performers, aunque novatos, deben verse sueltos, espontáneos y naturales, diciendo sus textos como si fuera la primera vez. El director, Ítalo Gallardo, ya lo logró con sus propios abuelos. Acá faltó entrenamiento; hay tropiezos en el habla y no pocos baches por fallas de memorización, algo que es básico. La secuencia inicial recicla sin pudor el planteo de la notable “Nachlass”, de Rimini Protokoll, que Santiago a Mil ofreció en enero último. La función del espacio camarín, sin embargo, se altera, nunca perteneció a esos trabajadores. Cada modalidad tiene una lógica que respetar. Por último, el texto de la extensísima mesa redonda o panel sobre el escenario requería una elaboración más acabada. La conversación va y viene con anécdotas e ideas que se repiten o no aportan nada; así, el foco se diluye en los casi 45 minutos que dura ese tramo. El remate tampoco parece bien resuelto.
Sala Antonio Varas. Miércoles a sábado a las 20:00 y 21:00 horas. Hasta el 24 de agosto.