Antes, cuando la gente viajaba, digamos, a Europa, se preparaba cuidadosamente e incluso se mandaba a hacer ropa. Vea, Madame, esas propagandas de Panagra, en que pintan a los pasajeros sentados en el avión: ellas, hasta con sombrero; ellos, de chaqueta y corbata. Las azafatas, como siempre, cargaditas al maquillaje. Todos sonríen, derechitos en sus puestos, con las manitas en ademanes de conversación gentil. Después, claro, venían los sacudones tremendos y los “vacíos” por los que el artilugio volátil se despeñaba 100 metros hacia el abismo, y hasta el más compuesto perdía toda compostura.
Capítulo aparte era el equipaje: enorme, pues. Y las maletas eran armatostes pesados y de envidiable firmeza. Y, capítulo tres, las “divisas”: en general uno llevaba dólares que cambiaba luego en pesetas, o francos, o liras, o libras o marcos. Es decir, en toda aquella rica y variada cantidad de monedas tan distintas unas de otras que uno, al cabo, jamás sabía cuánto gastaba, hasta que, de repente, se le terminaba la plata.
Nosotros somos de la opinión de que es mejor viajar sin mucha plata, sin arrastrar maletas y cajas y bolsos y paquetes de compras que agotan, atrasan, asustan al pasar por aduanas, y provocan temblores de voz en el mesón del aeropuerto, donde la “
miss” con moño de cuete y mirada enemiga declara: “Tiene sobrepeso, señor”. “Sí: lo sabíamos; ¿y quién te mandó a ti darte cuenta, ignara?”.
Se viaja bien con poco. Se va más ligero. Se sube uno a los aviones en un santiamén y se baja de ellos del mismo modo. Incluso llevando a veces nuestro modesto maletincito, hemos mirado con alguna envidia a esos lolos que van de chalailas y se cuelgan del hombro una minúscula mochila (¿cuántas mudas de ropa interior les cabrán ahí? ¿La necesitarán?).
Ahora, pensándolo bien, también comer cosas parcas y livianas puede proporcionar algunos de los mayores placeres que es dable esperar de la ingesta de nutrientes a la cual estamos todos, ay, condenados… Vea Ud. lo que suele comerse en Roma, “destino”, como dice el “comunicador social”, tan agradable.
Tagliatelle con rúculaPonga a hervir en una olla grande unos 4 o 5 litros de agua. Ponga encima una fuente para servir a fin de calentarla (esas estupendas Pyrex eran las mejores…). Corte 100 gr de Parmesano en rebanadas muy finas (o cómprelo, pero que no sea el que parece aserrín), y ponga la mitad en el fondo de la fuente. Agregue 125 gr de tomates picados, bien maduros, 100 gr de hojas de rúcula sin el tallo y un generoso chorro de aceite de oliva. Cuando hierva el agua, agréguele sal y 400 gr de tagliatelle. Ponga de nuevo la fuente sobre la olla. Cuando la pasta esté lista, escúrrala y póngala en la fuente, sazonándola con pimienta; mezcle todo, distribuya encima el resto del queso y sirva.