El fuego, en el Antiguo Testamento, es signo de la presencia de Dios, el cual interviene en la historia del hombre en diferentes momentos y de manera muy decisiva. Uno de los pasajes más significativos que tenemos es el de la zarza ardiente que, a pesar de quemarse, no se consumía. Es que el fuego “divino” no tiene relación con la destrucción, sino con la purificación y la salvación. En el nuevo testamento, el mismo Cristo, al hablar del trigo y la cizaña, plantea que es bueno esperar el momento de la cosecha, ahí separar el trigo de la cizaña y enviar a ésta última al fuego. Hay que aclarar que el Señor no quiere condenar ni “quemar” a nadie. El fuego de Cristo es un fuego que salva, limpia y cura. Y se refiere a su Palabra, que siempre es un mensaje de salvación.
Como en estos ejemplos, el Señor desea, en el evangelio de hoy, que su Palabra esté viva en nosotros, que nos libere de aquello que nos ata y nos convierta en hombres y mujeres libres.
Es entonces cuando surge, en esta misma lectura, la expresión más extraña de todas: “¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No he venido a traer paz, sino la división”.
¿Qué querrá decir? Pienso que la clave para entender su palabra está en darse cuenta que el Evangelio no nos puede dejar indiferentes, sino que nos obliga a tomar posturas y decisiones frente a temas esenciales de nuestra vida; entre ellos, la forma de relacionarnos con el prójimo, la relación que tenemos con los bienes o el lugar que ocupa Dios en nuestra vida.
Quien escucha la Palabra del Señor no puede continuar con su vida como si nada hubiera pasado. Necesariamente debe definirse frente a ella. Y eso provoca quiebres, cambios, divisiones. Por eso nos resistimos.
Es cierto que frente a muchos temas quisiéramos que no pasara nada en nosotros, pero la luz y el mensaje del Evangelio nos molesta y nos saca de nuestras comodidades. Por lo mismo, la Palabra muchas veces encuentra resistencias en nosotros, sobre todo en relación a todo aquello que quiere mantenerse igual, y permitirnos vivir así en un falso equilibrio.
Estamos capacitados para ver, pero no queremos abrir los ojos. Y lo peor es que esto sucede no por ignorancia, sino por comodidad. Y esto se puede ver en nuestra propia vida, en nuestras familias, la sociedad y también nuestra Iglesia.
La resistencia al Evangelio nos tienta a dejar las cosas como están, aunque sabemos que vivimos en injusticias y desigualdades o en medio de la violencia. Esa es la falsa paz que ofrece el mundo. Y es precisamente lo que el Evangelio viene a romper.
Pienso, por ejemplo, en la situación que vivimos en nuestra Iglesia chilena. Vivíamos en una aparente paz, pero no vivíamos en la verdad del Evangelio. El escándalo de los abusos y sus redes nos remece y cuestiona. Hoy estamos afectados, conmovidos con los que sufren, inquietos e incómodos. El cambio, aceptar una verdad, cuesta mucho, pero es absolutamente necesario. Esta es la inquietud del Evangelio, aquella que nos hace libres y nos permite vivir en la verdad.
“¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división”.(Lucas 12, 51)