La integración social en las ciudades de Chile es una de nuestras peores deudas como nación. Muchos de los males que hoy nos aquejan, sobre todo en la metrópolis, provienen de ser de las ciudades más segregadas del mundo. La nuestra no es una ciudad homogénea en calidad y oportunidades, sino de territorios desiguales, aislados y distantes; no es de convivencia, sino de ignorancia y desconfianza. Si en el pasado el Estado tuvo conciencia de la urgencia de promover la integración –tal como se viene haciendo sin descanso en los países más desarrollados del mundo–, e impulsó modelos de vivienda accesible y bien localizada en muchas ciudades chilenas, como la demolida Villa San Luis en Las Condes, en las últimas décadas nuestra política habitacional, enfocada exclusivamente en la cantidad, no hizo más que empeorar la segregación. Solo en años muy recientes, ante la evidencia del mal causado, es que ha resurgido el debate para recomponer nuestra convivencia a través de vivienda y obras de infraestructura pública, incluido transporte, que hagan más equitativo el territorio.
Ahora se discute una ley que promueve la integración social en las ciudades de Chile. Numerosas voces desde la Academia y organizaciones ciudadanas, preocupadas por la calidad del diseño de nuestras ciudades, han manifestado fundados reparos a dicho proyecto, criticando la limitada definición de su propósito y los sesgados mecanismos propuestos para lograrlo, perjudiciales en el tiempo. Por ejemplo, mientras llevamos años clamando por descentralizar y dotar al Estado de capacidades de regeneración urbana y políticas de suelo a través de una agencia público-privada (como fue la Cormu) o los propios municipios, la nueva ley da atribuciones totalitarias al ministro de Vivienda y Urbanismo, permitiéndole pasar por encima de los Planes Reguladores Comunales, que han sido laboriosamente consensuados con sus comunidades, en ciertas áreas definidas como aptas para la integración.
Y es que detrás de un aparente buen propósito se esconde una batalla ideológica, que es la de regular adecuadamente o, por el contrario, liberalizar el proceso de desarrollo urbano. Quienes nos dedicamos a pensar la ciudad, sabemos que este es un debate inútil y falaz por al menos dos razones: porque la Historia nos enseña que no hay ciudad posible sin planificación (que a estas alturas de la civilización, implica representación y consenso); y porque una adecuada planificación jamás ha significado un obstáculo al desarrollo económico de las ciudades, como pretenden reclamar majaderamente algunos gremios empresariales en Chile. Las mejores ciudades del mundo, las más bellas, las más ricas, y también las más integradas socialmente, son siempre las más normadas.