Hoy, que se celebra la fiesta de la asunción de la Virgen, recordé ese memorable encuentro entre Altazor y la Virgen María en el Prefacio del poema de ímpetu nietzscheano del poeta Vicente Huidobro. El mismo poeta que tiene un dulce y respetuoso encuentro con la Virgen, en el mismo poema, anuncia y proclama a los cuatro vientos la muerte del cristianismo: “morirá el cristianismo que no ha resuelto ningún problema/ que sólo ha enseñado plegarias muertas”. Acto seguido, con irreverencia festiva, invita a “bailar foxtrot” sobre la tumba de Dios. Altazor —recordemos— es el personaje central de este poema, quien vuela y al mismo tiempo cae, en un texto en el que Huidobro parece desafiar la ley de la gravedad de la materia y el lenguaje.
Al comienzo de su caída en paracaídas se encuentra con la Virgen María, que estaba “sentada en una rosa” y que le dice estas “aladas” palabras: “hablo una lengua que llena los corazones según la ley de las nubes comunicantes. Digo siempre adiós y me quedo. Ámame, hijo mío, pues adoro tu poesía y te enseñaré proezas aéreas (...)”. Altazor (el alter ego de Huidobro) se arrodilla ante la aparición (como un trovador místico) y dice: la “Virgen se elevó y vino a sentarse en mi paracaídas”. El antipoeta y mago irreverente, al momento de encontrarse con la Virgen, se da libertades que parecieran lindar con la herejía, como el decir que sus “manos son transparentes como las bombillas eléctricas”. Pero, en realidad, estas imágenes inauditas no son sino reflejo de su estética creacionista que busca siempre la sorpresa y lo anticonvencional. Una manera vanguardista de acercarse a la misteriosa figura de la Madre de Jesús. Altazor desciende y en su caída se encuentra con la Virgen que asciende: un acierto genial del poeta, que revela del misterio de la asunción más de lo que podría un tratado teológico.
Escuchemos lo que la Virgen le dice en ese encuentro: “tengo tanta necesidad de ternura, besa mis cabellos, los he lavado esta mañana en las nubes del alba y ahora quiero dormirme sobre el colchón de la neblina intermitente. Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas. Ámame”. Es uno de los momentos más bellos del poema.
Huidobro tuvo una intensa formación religiosa de niño, una madre —que veneraba— muy piadosa, y no cabe duda que no logró desalojar de su inconsciente la dimensión femenina de lo divino (el “ánima” de la que habla Jung). Dios fue definitivamente expulsado de su poesía, pero la Virgen no. El mismo Jung —que acabo de citar— celebra el gesto del Papa Pío XII en 1950, de decretar como dogma de fe la asunción de la Virgen en cuerpo y alma, porque incorpora lo femenino como elemento central de la religiosidad, aspecto en que el protestantismo tendría una carencia. El hecho de que un poeta declaradamente agnóstico (que se proclama a sí mismo Dios en su célebre frase “el poeta es un pequeño Dios”) y vanguardista le haga una venia a la mismísima Virgen en el comienzo de su agónico poema, le da la razón a Jung.
Creo que una lectura libre y más lúdica como esta le trae aire fresco y novedad a un dogma que —como todos los dogmas— sin poesía corre el riesgo de terminar prisionero de la ley de la “gravedad”. Por eso, prefiero una asunción de la Virgen pintada por Chagall que por un pintor barroco español de la Contrarreforma. La dulzura de la Virgen de Guadalupe —también— es superior a cualquier imaginería solemne y pomposa de ella. La asunción tiene que ver con la levedad y solo la mirada limpia de los niños, los artistas y el pueblo logra tocar misterios como estos, secuestrados muchas veces por la pesantez institucional. “La pesantez y la gracia” es el título de un ensayo de Simone Weil. La asunción de la Virgen tiene que ver con la gracia, antípoda de la pesantez. Dejemos entonces que la Virgen se pose arriba del paracaídas de un demente, no le cortemos las alas, dejémosla volar…Y volemos con ella.