Es extraña a veces la discusión intelectual, desarrollada en torno a ningún rasgo literario específico, sino a si algo —un libro, un autor— es “bueno o malo”. Me parece que era Beckett el que se sumergía en el silencio o incluso se iba de las comidas cuando la conversación de los amigos se concentraba en discernir qué autor del momento era mejor que otro. Sospecho que no había, en el caso de Beckett, una censura moral sino simplemente tedio de escuchar palabras tan apasionadas como inconsistentes sobrepuestas unas a otras a gritos.
Ahora me doy cuenta de que durante años padecí de un temor a las personas que hablaban de literatura, o que más bien hablaban excesivamente de literatura, que manifestaban juntarse a conversar de poesía o que se declaraban “lectores impenitentes”. ¿Cómo podían regular temáticamente la conversación, que de por sí —cuando funciona— toma los caminos impredecibles? ¿Quién habla durante ratos prolongados sobre un puro tema o se mantiene dentro de un solo marco temático?
De solo pensar la posibilidad de quedar atrapado entre interlocutores de esta catadura me viene la horripilancia literal, o sea esa especie de “piel de gallina”, ese escalofrío del enfermo que se sabe sin defensas ante el aburrimiento. La gente que venera el conocimiento me parece que no es la misma que indaga y produce conocimiento. En la veneración por el conocimiento hay una necesidad ritual y no una curiosidad por un objeto real. Muchas veces se utiliza la conversación literaria para el ornamento o emplumamiento propio, de manera narcisista.
El año 81 yo era muy joven y me inscribí en un taller de Nicanor Parra. Duré unas tres sesiones y me retiré, esto sin ninguna arrogancia juvenil, sino más bien fríamente, tras una decisión tomada luego de un análisis de las circunstancias. En mi vida anterior había aprendido infinito de Parra, pero en ese momento me parecía que nada de lo que se hablaba en el taller tenía incidencia en las cuestiones que me interesaban. No se trataba de un trance bueno ni malo. Era simplemente algo que se daba. Y los talleres son para aprender, no veo qué otro propósito podrían tener.
No obstante, me di cuenta después de mucho tiempo de que sí había habido un aprendizaje. En la primera sesión del taller, Parra llegó, avanzó hasta su mesa, ordenó unos cuadernos, y luego de un suspenso nos habló: “Ustedes dirán qué hacemos, porque yo no tengo la menor idea”. Al principio la frase parecía un chiste, luego reveló la existencia de un método.
Me parece que adopté ese método cuando años después me tocó hacer talleres y clases. ¿De qué se trataría? De no atorarse con el conocimiento ni con la necesidad de exhibirlo. De hacer inicialmente un barrido fenomenológico para, a continuación, ir armando las conexiones de las estructuras ocultas. No traspasar materiales procesados, sino exponerse ante los demás en el propio proceso de pensamiento.