“Me quedo solo con este aroma y este sabor que me recuerdan lo que nunca debía haber sido: un ser humano. Y las montañas, afuera, me revalidan el lugar donde nunca debía haber nacido. Respiro el aire azufrado de la ciudad adonde nunca debí haber vuelto. Pienso en el padre que, por dignidad, nunca debió haber tenido hijos, y en un país que debería ser borrado del mapa. Una especie fallida sobre la Tierra. Un adormecimiento, un cansancio. Sentado en el piso de la ducha, con el agua caliente cayéndome sobre la cabeza, desfilan las imágenes de lo que han sido estas horas sin dormir y sin sosiego. Medellín convertido en un destello, el olor y el ruido de la pólvora, la bulla de los borrachos y el sonsonete de las canciones que no dicen nada y lo dicen todo, dicen lo poco que somos, en lo que nos hemos convertido: en un reguetón monótono y vacío, misógino y violento, un culto a la nada. Un día, una noche, un amanecer que empato con este otro día que ya casi se vuelve noche otra vez”.
Este tipo de reflexiones se encuentran esparcidas en
El cielo a tiros, posiblemente la mejor novela de Jorge Franco (1962) hasta la fecha. Si bien en todas sus narraciones anteriores la violencia y la corrupción están presentes, en ninguna de ellas el escritor colombiano había dado rienda suelta a la ira y el profundo descontento que hallamos ahora. Y no es que lo haga mediante proclamas o panfletos, ya que este tipo de soliloquios se enmarcan en un relato de vertiginosa acción.
Larry se ve obligado a regresar desde Londres, donde cursa un doctorado, a su país natal, cuando Fernanda, su madre, le comunica que, tras doce años de inútiles investigaciones y de infructuosas negociaciones con los captores, al fin se han encontrado los restos de Libardo, su padre. El vía crucis familiar, que también incluye a Julio, hermano de Larry, comienza en los mismos momentos en que el gobierno da muerte a Pablo Escobar Gaviria, capo del cartel de la droga más poderoso del mundo hace dos décadas. Y Libardo fue uno de los más estrechos colaboradores del temible terrorista. Aunque
El cielo a tiros transcurre en apenas un par de días, la trama se desarrolla mediante un eficaz procedimiento novelístico que nos transporta sin transición desde la infancia de Larry, hasta el desencantado presente, cuando se enfrenta a la absurda situación de organizar el funeral de su progenitor: ¿qué se puede hacer con una bolsa de huesos? ¿Es posible pedir una misa para honrar a un delincuente de marca mayor? La tarea de Larry y Julio se torna en algo ridículo, sobre todo cuando se dirigen a una empresa de pompas fúnebres que les ofrece distintos tipos de ataúdes, según sea el tipo de sepelio que los deudos deseen realizar.
Ser herederos de un líder mafioso fue algo dificilísimo para Larry y Julio: tenían que vivir en un búnker protegido por un séquito de hombres armados, ir al colegio acompañados de matones que los vigilaban, en fin, salir de la casa con la presencia de guardaespaldas que les pisaban los talones. Y lo mismo valía para Fernanda quien, muy consciente de cumplir el rol de reina del crimen organizado, debía estar escoltada por los empleados de Libardo en cada uno de sus pasos. Este tren de vida multimillonaria se vino abajo cuando Los Pepes, sucesores de Escobar, secuestraron al jefe del hogar y demandaron rescates impagables. Y aquí es cuando empieza lo peor de
El cielo a tiros, puesto que la existencia de los hijos del narcotráfico se transformó en una pesadilla, que culminó cuando Larry escapó al extranjero, Julio se refugió en una finca y Fernanda se lió con el fiscal Jorge Cubides, quien pronto resultó asesinado por los carceleros de su marido.
Sin embargo, el cuadro que Larry encuentra a su retorno es, cabe decirlo, tan perverso como el que creyó haber dejado atrás. Todos sus amigos y amigas consumen estupefacientes a granel, son alcohólicos, viven al margen de la ley, practican una promiscuidad sexual peligrosa y sin ningún respeto por sus parejas, en suma, son viciosos redomados y además se jactan de ello. Pedro el Dictador, como se hace llamar, excompañero de colegio de Larry y actual amante de Fernanda, es el dirigente de una banda juvenil que se lo pasa en francachelas y carece de la más mínima noción de conciencia moral. El resto se compone de muchachos y muchachas adultos sin ningún objetivo, sin ideas políticas, sin nada que los haga sentirse miembros de una sociedad civilizada. De hecho, al arribar a su patria tras un vuelo en el que Larry conoce a Charlie, una bella chica que termina transformándose en su única esperanza, nuestro héroe se da cuenta de que nadie lo está esperando en el aeropuerto, salvo Pedro el Dictador. Y en lugar de llevarlo al domicilio de Fernanda lo obliga a subirse a un auto, en el que también van dos mujeres dopadas, Julieth, exnovia de Larry, y la Murciélaga, otra descarriada que antes de saludarlo, le pasa una botella de ron para que la despache en un santiamén. De modo que las meditaciones de Larry que transcribimos al principio, ni siquiera podrían calificarse de pesimistas luego de esta triunfal recepción. Por supuesto, él había olvidado que, a comienzos de diciembre se celebra la fiesta de La Alborada, con fuegos artificiales, ruido insoportable y bailoteo incesante que convierten a Medellín en un infierno para quien quiera dormir. Y
El cielo a tiros, cuyo título alude a estas jornadas de jolgorio, como toda buena novela, deja sin responder cada una de las preguntas que Franco y los lectores nos formulamos.
El cielo a tiros
Jorge Franco
Editorial Alfaguara, Madrid, 2019.
381 páginas. $14.000
NOVELA