El concepto de lenguaje es una abstracción teórica interesante, pero la experiencia vital y concreta es siempre con un habla encarnada, revestida de una forma, de una substancia, de un ritmo, de un sonido, de una manera particular de decir las cosas. A eso lo llamamos “Idioma”. Nunca he visto a un niño aprender a hablar “lenguaje”, sino que, cuando comienza a balbucear, balbucea este idioma u otro. Los niños de Chile, en su inmensa mayoría, en sus casas, aprenden a hablar castellano, castellano de Chile. Otros le llaman español, español de Chile, aunque no entraré en esa polémica acerca de su denominación, porque simplemente me aburre.
El niño, de ordinario, vive en principio su idioma como el único, porque la revelación de que solo es una variante entre muchas otras formas de habla surge del contraste, de la percepción de que hay otros seres humanos parecidos a nosotros, pero que se comunican de una manera cifrada, ya que en el momento que los escuchamos, sabemos que ellos se entienden, aunque el significado de lo que dicen queda cerrado para nosotros. Es quizá la primera experiencia (muy silenciosa) de las diferencias culturales. Hoy, gracias a la televisión y a la internet, esa diferencia brota más tempranamente y se naturaliza también más temprano. Tanto se pierde el asombro ante este don que se convierte en una barrera que vencer (hay que aprender otros idiomas; ser monolingüe o parlante de una sola lengua sería una pobreza, un síntoma de incultura, de falta de mundo) y el propio idioma aparece, entonces, como una limitación y un encierro, y no un tesoro.
Llevamos casi 500 años hablando ese idioma y en ese largo devenir, para bien y para mal, lo hemos ido convirtiendo en propio, le hemos ido imprimiendo nuestro impreciso, tosco y trémulo carácter. En este momento —cuando algunos intentan en vano conceder sentido preciso a las palabras “Chile”, “chileno” o “chilena”, derribándose todas las respuestas— pienso en el idioma, sobre todo, en mi idioma materno, mi idioma vernáculo, local y doméstico, en cuya carne se acumulan todas las huellas pasadas y presentes de este país. La cultura, en este ámbito, no pocas veces se esmera por eliminar de ese idioma materno cualquier vestigio local, deschilenizarlo, convertirlo es un español “internacional”, neutro, descolorido, sin acento, desabrido, soso. Leo libros de autores nacionales que parecen sentir la necesidad de incluir un glosario de chilenismos, ignorando que muchas veces ni siquiera lo son y que cada vez más a menudo estamos forzados a ir pidiendo préstamos de afuera para colmar los huecos de lo olvidado. El idioma hablado, en su oralidad concreta y sensorial, la que se salva del filtro escolar, es parte de nuestra escurridiza y endeble identidad.