Dejé pasar un tiempo prudente antes de visitar el Museo de Cera y lo primero fue conseguirme una tarjeta de vecino Las Condes para cancelar la mitad de la entrada, pero cuando supe que los martes era gratis, fui un martes. Aún no devuelvo la tarjeta prestada.
La luz no era oscura y tampoco existían figuras mecánicas para el salto y susto, pero reviví en mi estómago un sentimiento olvidado y me vi en un carrito sobre rieles, con una barra fría y protectora que me cruza el estómago, algo que se desprende del techo y me roza, mientras avanzo tembloroso y con ojos entrecerrados por los túneles de un Castillo del Terror.
Veo rostros que ningún hombre nacido de mujer pudo imaginar y pienso en el desdichado artista que tuvo a esos modelos en la cabeza durante meses, para sacarles punta y encontrarles un lado. Un sacrificio titánico y una tarea imposible, porque los rostros chilenos son irreproducibles y en más de un caso, inconcebibles.
Como en el poema, al cruzar por el museo soñé sueños que ningún mortal osó nunca soñar: temor, asombro y dudas me invadieron.
Lo mismo ocurrió con unos escasos turistas con los que me topé, que aburridos a poco andar, me conversaron desilusionados, porque en vez de presencias universales, como Chaplin, Hitler, Einstein, Marilyn Monroe o la reina Victoria, se topaban con figuras ignotas y misteriosas.
A los turistas les importa un rábano que la cera se parezca o no al original, porque no conocen a ninguno. Me pareció necesario corroborarles que los moldes responden a ciudadanos chilenos que existieron, o bien que existen. No lo podían creer. Y como que se apenaron por mí y mi origen étnico y racial. Un belga me palmoteó la espalda, un polaco apretó mi brazo y una española me regaló un dulce. Me confortaron y consolaron, pero les expliqué que el que nació acá, ya nació acá y hasta aquí nomás llegó. Así que les insistí en contextualizar a las figuras de cera con el deporte, historia, economía, literatura y política chilena.
En vez de interesarse y preguntar, se dedicaron a buscar los parecidos según sus propios reflejos pop, recuerdos varios y cultura mundial.
Llegamos a don Pedro Aguirre Cerda y un holandés dijo que era como el tío abuelo de Chucky, el muñeco diabólico. Soltaron la risa. Fui educado, les seguí el juego y pregunté de a poco por el resto de los famosos, para ver cómo los extranjeros conocen y quieren a los chilenos.
¿Lucho Jara? El hijo orgánico de Thanos.
¿Julio Martínez? El hermano de Yoda.
¿Cecilia Bolocco? La única dueña de la muñeca Annabelle.
¿Delfina Guzmán? La mamá de Carrie.
¿Pedro de Valdivia? El capitán Alatriste.
¿Eduardo Frei Ruiz-Tagle? El doble del doble del doble de Al Pacino.
¿Manuel Pellegrini? Un replicante, pero elegante.
¿Marcelo Ríos? Un mohicano, pero no el último, sino el penúltimo.
¿Héctor Noguera? El papá de Aladino.
¿Gabriela Mistral? El mariscal Pétain, sin bigote.
Hasta ahí nomás llegué, porque ya era como mucho.
Los turistas seguían felices y muertos de la risa.
Así que me despedí y dejé el Museo de Cera, con la idea local del menudo Chile, siempre tan cerca de lo pequeño y tan lejos de lo universal.