Me declaro admiradora de los quiltros.
Y lo mío no es moda. Lo confesé, orgullosa, en este mismo espacio hace 11 años. Como observadora de larga data de su cautivadora personalidad y civilizada conducta, proponía (lo mantengo) que al ser un producto autóctono sin riesgo de extinción, fueran considerados como imagen país. Un reflejo en cuatro patas de nuestro Chile real.
Me explico.
El quiltro es un perro mestizo, mezcla de muchos. Quizás eso lo hace tan inteligente y encantador.
Como ciudadano es ejemplar: siempre presente en las más diversas manifestaciones, oficiales o improvisadas. No se pierde asunciones de mando ni paradas militares. Sin miedo al peligro, se involucra activamente en los ya comunes corolarios de marchas y protestas. Y como buen connacional, nunca se entiende de qué lado está.
Es un ejemplo de adaptabilidad al medio, sea social, físico o geográfico. Por eso se lo encuentra en todo el vasto territorio.
Acorde con los tiempos en que la innovación la lleva, se empeña en los más novedosos oficios. Conozco a uno que con pasión indeleble persigue solo camionetas. Creativo, estará ideando algún emprendimiento.
Reconozco que el quiltro de hoy no es el de ayer. La estratificación social tocó a la especie. A unos pocos les sonríe la vida; un trabajo fino y perseverante de sus ojos tristes (a fuego en su ADN) finalmente conquistó corazones. Hoy, quien no tiene uno o varios, no está con los tiempos.
Ya no se recogen de la calle, se “adoptan”. Una red de intermediarios los entregan solo a quienes cumplan con ciertos estándares de calidad. Se los ve en las revistas de decoración, bien compuestitos en mullidos sillones vintage posando con su mirada de sabiduría ingenua. Esta nueva clase de quiltros está en la cúspide de la escala social.
También están los puertas afuera, libres de espíritu y movimiento. Se pasean por buenos barrios con soltura, reciben comida a domicilio gracias a un delivery juvenil. Se visten bien, sobre todo en invierno, cuando sacan sus chalecos del clóset. En mi barrio hay uno que me cautiva. Siempre en la misma esquina, ataviado con una capa fosforescente que se eleva al viento en su carrera tras el auto de turno. Es un híbrido entre Superman y un “chaleco amarillo” parisino.
Luego están los más desprotegidos, pero no menos vivos. Los que duermen al sol en un día hábil y siempre encuentran la forma de procurarse el alimento. También los que sufren maltratos, pero guardan la esperanza de ser rescatados por algún corazón solidario.
Distintas vidas, la misma esencia. Una que no se diluye ni se marea con oropeles o trajes onderos. Cambian los barrios, los paraderos donde se guarecen o el tipo de auto que persiguen. Pero bajo sus chalecos multicolores o su pelo lavado con champú orgánico, los quiltros son los mismos de siempre. Si se encuentran en la calle, se saludan con ahínco. No olvidan quiénes son.
Como nuestro cable a tierra, nos recuerdan que el desarrollo es mucho más (y mucho menos) que solo números. Es el espíritu quiltro, que muchos se esmeran en disfrazar, a lo que los chilenos podemos echar mano cuando las cifras se nos aparecen esquivas. O cuando cortan el agua o se apaga la luz.
Es esa parte quiltra del chileno la que más me enorgullece.