El viejo sueño de la modernidad, difuso y esquivo, pareció hacerse realidad hace algunos años en la ciudad de Castro. Un anglicismo corrió como relámpago, sugiriendo los refinamientos de la metrópolis, esa de edificios enormes, tráfico endemoniado, vibrante vida nocturna, vitrinas iluminadas a giorno y las visiones exóticas que acompañan toda idea de progreso y bienestar, aunque solo provengan de pantallas de televisión. Era también un acto de justicia, pues Castro contaría con un centro comercial para las necesidades de su población, que hasta ahora debía hacer un largo viaje hasta Puerto Montt para conseguir los bienes más elementales. Ahí no hay uno, sino dos
malls que terminaron por avasallar el paisaje de la arquitectura local y del borde del mar.
Un puñado de ciudadanos preguntó por las consecuencias de esta insólita intervención en el centro histórico de su pequeña ciudad. Del proyecto poco se supo, excepto que debía seguir las normas vigentes, cuyo cumplimiento es de responsabilidad de la autoridad local. Cuando se levantaron los muros, el edificio se fue alzando hasta superar los techos de las casas que lo rodean; luego siguió creciendo por sobre la ciudad y aún más alto, hasta aplastar en el horizonte la silueta de la iglesia San Francisco, maravilla de la historia con sus espigadas torres, faro de navegantes, declarada Patrimonio de la Humanidad por Unesco en el año 2000.
Los ciudadanos volvieron a denunciar que el edificio vulneraba las leyes, que era una monstruosidad y que el resultado sería catastrófico. Sobre ellos cayó una avalancha de recriminaciones e insultos: que eran mezquinos, traidores; que querían perpetuar la pobreza y el aislamiento; que eran elitistas románticos e imprácticos, preocupados solo de sus propios intereses, llenos de envidia y resentimiento. Sin embargo, los argumentos presentados eran sólidos y bien documentados: permisos mal otorgados, negligencias administrativas, interpretaciones maliciosas, resquicios, desacato de la autoridad y mala fe en general por parte de los responsables, incluido un arquitecto extranjero sin permiso para ejercer en Chile. Peor aun, efectos devastadores del enorme edificio en la ciudad, su paisaje, tráfico, comercio, cultura de calle e identidad; todo aquello que las autoridades locales no habían ponderado al momento de aprobar el proyecto. En 2014, Unesco declaró que el
mall genera un impacto negativo en la iglesia, por lo que en junio de 2015 ella ingresó en la Lista de Patrimonio Mundial en Peligro.
Hoy, a seis años de concluido el infame edificio, en una noticia que ha pasado desapercibida, el Estado de Chile declaró la meseta fundacional de Castro como Zona Típica, basada “en sus valores y atributos, como ser la ciudad más austral de América en el siglo XVI y la tercera más antigua de Chile con existencia continua”, citando el decreto respectivo.
Nos alegramos muchísimo, por supuesto, pero lamentamos que haya sido necesario permitir que un proyecto impúdico deteriorara de modo irreversible uno de los más bellos paisajes del país, para darnos cuenta de que era necesario protegerlo.