(Este texto es para compatriotas con criterio formado y está dirigido exclusivamente a esas personas. Entiendo que la advertencia reduce el total de lectores en un alto porcentaje. No importa).
Me doy cuenta de que medio mundo, mejor aún, todo el mundo, gracias a la aplicación FaceApp, está jugando a cómo se verían de viejos y viejas.
Es evidente que les fascina el resultado y por algo lo practican, publican y exhiben.
Permítanme que me ría, porque nunca había visto gente feliz y orgullosa de su aspecto de anciano o anciana.
Están contemplando, por supuesto, una falsedad y una imagen inexistente. Una prolongación falsa, porque ninguno será así; claro que no, en esto no hay continuidad y lo cierto y comprobable es que serán inimaginables, impensables, inconcebibles.
Vayan a una comida de curso por algún aniversario, porque ya pasaron 30, 40 y hasta 50 años de la salida del colegio. No lleguemos hasta los 60 o 70 porque una asistencia tan reducida no permite sacar conclusiones. ¡Qué mejor ejemplo! De seguro preguntarán quién es ella (la que se sentó a tu lado durante una década) y quién es él (el otro defensa del equipo de
baby).
Partamos por lo evidente: el pelo. ¿Cómo es la cuestión? El pelo se cae y disuelve o bien se convierte en mata seca y desvencijada. Se difumina hacia colores agónicos en la categoría blanco enfermizo, cobre oxidado o bronce verde y maltrecho.
Esa aplicación no lo bota ni carcome y no aparecen calvos penosos ni tristes deshilachadas, porque son una extensión fluida del aquí y ahora. Es un rostro falsificado y políticamente correcto, porque esa cadena no existe en la realidad.
Amigas mías, amigos míos: la cosa no es así.
La luz de los ojos se apaga como estrella de luto y se oscurece cual noche invernal. Ese aspecto tan fino se concentra en el color del iris y ese tinte, a esas alturas, es profunda opacidad y luz sin lumbre. Es el espíritu de los años que partió volando y en el iris queda un pozo que se fue secando. Perdonen el soneto. Debe ser la edad.
¿Creen que van a terminar con los kilos de ahora?
Los que vivieron con peso de sobra, verán cómo las mejillas se convierten en mochilas y el cuello y más bien el cogote, en un resorte grueso, desvencijado y echado. Piel manchada, acanalada y estriada. Ojeras como globos desinflados y por la falta de dientes y molares, una quijada irregular y flácida. Y no me hagan seguir.
Los delgados, en cambio, ahora son un resorte de piel corrugada y parecen elástico cortado, huesitos de niña, musculitos de niño y podrían ser una alfombra gastada o la piel desvencijada de un animal desollado hace años.
¿Las orejas? Ahora son pailas.
¿Los labios? Dos bofes, uno arriba y otro abajo.
¿La nariz? Una protuberancia desproporcionada.
¿El mentón y su perfil? Una palmatoria.
Ya cerca del final reconozco con hidalguía que yo también caí en la aplicación, porque soy humano, aunque usted no lo crea.
Describo la imagen que apareció en el celular: un rostro translúcido enmarcado por las plumas de dos alitas blancas.