Un perro furioso ladra directamente a la cámara, los colmillos inundados de baba, los músculos tensos y fuertes. El perro está encadenado a un muro —este es un detalle de gran importancia— y nadie lo ataca. A la inversa: está siendo bañado con cuidado, hasta con primor, por Marcello (Marcello Fonte), el dueño de la tienda Dogman, dedicada a todo lo que puedan necesitar los perros, desde lavado y paseo hasta curaciones veterinarias. Marcello sabe cómo aplacar a un perro, pero también sabe que no puede contravenir a una naturaleza desencadenada.
Marcello es un hombre limitado, sin educación, un habitante pacífico de las empobrecidas urbanizaciones costeras de Castel Volturno, en la Campania italiana. Sus alegrías son los perros, a los que quiere con devoción, y sobre todo su hija Alida, que su exesposa le presta por horas o por días.
En el barrio imperan el deterioro, el abandono y la herrumbre, un paisaje similar al de
Gomorra, la película que dio su celebridad internacional al cineasta Matteo Garrone. Los vecinos llevan negocios de menudencias, pobretones y estrechos. Por debajo, con discreción, se practica el microtráfico de coca. Pero la novedad no es esta, sino que ha vuelto al vecindario, después de riñas con matones legendarios, el bruto Simone (Edoardo Pesce), un gigantón masivo, puro músculo y carne, que es tan adicto a la coca como a los delitos sin límites. Una naturaleza que se desencadena con facilidad.
Simone es una desgracia para la comunidad, pero Marcello, entre el miedo y las pocas luces, oficia como su proveedor y su amigo. Lo mismo que haría con un gran perro peligroso.
La metáfora de Garrone puede ser un poco gruesa, pero le permite introducir directamente su película a un mundo duro, de sujetos básicos, con un sentido atrofiado de la normalidad. La fortaleza de Garrone es un peculiar sentido plástico, gracias al cual puede dotar a sus oscuras historias de un colorido vibrante y siniestro. Contra ese fondo contrastante recorta al pusilánime Marcello, incapaz de hacer frente al abuso, paciente y apacible hasta donde ya no se puede serlo.
De esa combinación obtiene la tensión permanente de
Dogman. Los estallidos de violencia son mínimos, pero suficientes para hacer sentir en cada momento que todos en esta historia están muy cerca de la muerte. La pasividad morona de Marcello, con su dificultad endémica para comprender lo que sucede a su alrededor —esta es su principal diferencia con la chilena
Matar a un hombre, de Alejandro Fernández Almendras, con la que tiene muchas otras similitudes—, es una premisa rara para desarrollar una tragedia, pero Garrone se las arregla para conducirla con el mismo sentido de la inevitabilidad. Queda, en el trasfondo moral, una pregunta paradojal: ¿nace la violencia de la falta de violencia?
DogmanDirección: Matteo Garrone.
Con: Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Alida Baldari Calabria. 103 minutos.