Enrique Lafourcade falleció en La Serena, sin memoria, ¿o tal vez con otra memoria, más interior, “rodeado de fantasmas para poder pensar”? Estoy seguro que, en estos años en que estuvo fuera de las pistas, se lo pasaba conversando, en primer lugar, con el fantasma del “Chico” Molina, “el homme de lettres” de la generación del 50, pero también se agolparían alrededor suyo Jaime Laso, Armando Cassigoli, María Elena Gertner, Mario Espinoza, y tantos otros, “sombras nada más...” —como diría el tango, que tanto le gustaba citar— de un Chile y un Santiago que no interesan hoy a nadie, pero que Lafourcade convirtió en su “axis mundi”, una República de las Letras hecha de perdedores, de escritores que se quedaron a medio camino, a los que él describió con una ironía a veces filuda, pero la mayoría de las veces afectuosa.
La ironía de Lafourcade contra Donoso y Edwards —sus contemporáneos— fue leída por algunos como una forma encubierta de la envidia. Puede ser. Lafourcade venía de una clase media chilena modesta y esforzada; ellos eran los “pitucos” de la literatura. A él —y eso fue de verdad injusto— no le dieron ni el Premio Nacional. Pero su ironía fue también una manera de disfrazar una timidez atávica, que debajo del personaje “feroz” ocultaba a un hombre que sentía ternura por los fracasados, los perdedores y los más pobres. Su “Novela de Navidad”, un relato (a lo Dickens) sobre los niños marginales de los bajos fondos, así lo revela. En “Frecuencia Modulada” se cruzan los mundos populares con la bohemia del Santiago del 50, en un tiempo en que la literatura tenía más valor que el dinero y en Chile no se hablaba todo el día de “plata”.
Ese Santiago se transformó en una ciudad fantasma por el “toque de queda” y luego el “apagón cultural”, después del 73. Pero Lafourcade siguió muy activo en esos años y su ambigüedad (o libertad) política no le salió gratis. Pero nadie recuerda, por ejemplo, que Lafourcade fue de los pocos que levantaron la voz exigiendo la libertad de Sybila Arredondo, viuda de Arguedas, encarcelada en Perú acusada de ayudar a Sendero Luminoso. Ella formó parte de ese Santiago de los 50 (narrado por Lafourcade) que vivía en fiesta y “poesía sin fin” —como diría Jodorowski—. Luego vinieron las largas décadas en que la televisión (la “tele”) se tragó a Chile. Lafourcade intentó usarla para hablar de literatura, pero su paso por la farándula lo convirtió en personaje, un personaje que se superpuso al escritor. Pero a Lafourcade hay que leerlo. No solo “Palomita blanca”, su best seller. Hay un Lafourcade desconocido, de una obra prolífica y desigual, pero con muchas páginas de una vitalidad y humanidad notables.
Sus crónicas literarias rescatan la picaresca literaria chilena con ternura y humor negro al mismo tiempo. “Animales literarios chilenos” me parece un libro memorable, que muestra la nostalgia de Lafourcade por sus “amigos muertos”: Jorge Teillier (al que tanto admiró y quiso), Luis Oyarzún, Martín Cerda, Braulio Arenas y tantos otros que al resucitar en esas páginas se salvan del Olvido chileno, el peor de todos los olvidos, el mismo que puede ahora hacer desaparecer a Lafourcade. En ese libro, Lafourcade nos abre su alma: “tal vez soñé más de lo prudente y escribí como un energúmeno, cayendo en el vacío. Hay otra hipótesis: que la vida apenas me sucediera. Aunque aquí encontré amigos: excéntricos de tiempo completo, alcohólicos geniales, niños mágicos guardados en cuerpos viejos (...) Distingo entre escritores con ánima, animados, con alma, legítimos animales literarios. Y los otros, los sin alma, los desafinados. Espero integrar el primer grupo”.
Lafourcade: descansa en paz (o en poesía, mejor), tú eres parte de ese grupo de escritores “con ánima” y con ellos estarás ahora celebrando una fiesta que esta vez no tendrá fin, en la que el “Chico” Molina leerá a Proust en voz alta hasta la madrugada y donde —como diría Neruda— “no hay olvido”.