Siendo niños aprendemos rezar con ocasión de nuestras necesidades. Por eso, cuando leemos “que Jesús estaba orando en cierto lugar” (Lucas 11,1), uno se pregunta: ¿tenía Jesús alguna necesidad?... y al mismo tiempo uno piensa: ¡pero si es Dios!
Ciertamente la oración no aparece única y exclusivamente por la necesidad, aunque es muchas veces la ocasión para recomenzar nuestra vida cristiana. Y lo que al principio se vio solo como un mal –una dificultad de salud, un desafío profesional, una contradicción matrimonial, que no queríamos– después, con perspectiva, vemos que fue una oportunidad para retomar el trato con Dios y con su ayuda superar ese momento.
La necesidad de salvar a los habitantes de Sodoma lleva a Abrahán a Dios y a pedir su misericordia: “Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti tal cosa! (Génesis, 18,24).
A los sacerdotes nos toca ver con frecuencia un doble sufrimiento en las personas: el que lo aflige en ese momento y otro de conciencia: ¡Qué pena me da, Padre… siempre acudo a Dios cuando tengo problemas o alguna necesidad!
Dice San Lucas que cuando Jesús terminó de rezar, “uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos” (Lucas 11,1). No deja de conmover el valor que tiene la oración de Jesús para estos hombres y mujeres, que esperan a que acabe y no lo interrumpen. Aprendamos del evangelio, para que mi oración –mi conversación con Jesús– no sea el hilo más delgado, que cualquier WhatsApp, mensaje o email atropella, interrumpe o arrincona.
Pero entonces ¿por qué Jesús reza, por qué hace oración? Porque la oración es propia y necesaria en las personas con proyectos que superan sus fuerzas y sus capacidades. Hace años escuché a un marino: “¿No sabes rezar? Navega por el mar, y aprenderás”.
El hombre de oración tiene grandes ideales, inmensos como el mar, que hay que recorrer acompañados y no solos. Los pequeños en cambio no necesitan de la oración, sus proyectos miden lo que pueden sus fuerzas.
Y si le pidiéramos otra respuesta más nos diría: rezo porque tengo un Padre a quien quiero habitual y eternamente. Rezar es hablar con alguien: con Dios que es mi Padre y con Jesús que es mi hermano, con la ayuda del Espíritu Santo.
Quien se sabe hijo de Dios por el bautismo, tiene a un Padre que lo quiere y que le ha demostrado con obras que está dispuesto hacer cualquier cosa por él. Así se entiende la confianza ilimitada que tenemos en la oración: no en lo bueno que pido o en mi insistencia, sino en el amor que Dios me tiene: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre... ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?” (Lucas 11,9-10-,13).
Considerar la filiación divina nos lleva a tener la certeza de que con mi oración puedo, verdaderamente, incidir en la voluntad de Dios. Ser hijo nos da una confianza total, para forcejear como hace Abrahán: “Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más: ¿Y si se encuentran diez? Contestó el Señor: En atención a los diez, no la destruiré” (Génesis, 18,32). Lo consiguió… es verdad, si te comportas y vives como su Hijo, Jesús.
“Pues yo os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre… Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”.
Lucas 11,9-10;13