Con este latinajo (que significa “en situación de viajero”), más otros más (uno precioso:
“hospes hostis”, el huésped es un enemigo), podrá Madame, culta latiniparla, epatar en cócteles a la ignara turbamulta farandulesca de
influencers y de otras nuevas especies que la evolución ofrece a nuestra consideración científica.
Uno de esos
viatores, presa de un auténtico TOC (según nos informa nuestra galena descendiente, quiere decir “trauma obsesivo compulsivo”), fue Julio Verne, creador de algunas de las novelas más imperdonablemente largas y más colmadas de información sin interés alguno, como
Veinte mil leguas de viaje submarino (en lo cual compite con su contemporáneo Zola, que en
El pecado del abate Mouret abotaga, abruma, aplasta, ahoga y sofoca con el despliegue innecesario de su enorme erudición botánica). Pero, para completar el patológico cuadro, es simultáneamente (rasgo quizá esquizofrénico, según dicha galena) autor de una de las más estupendas novelas de misterio jamás escritas,
La isla misteriosa, que comenzamos a leer cierta tarde de nuestro duodécimo año de vida y que no abandonamos sino hasta después de treinta horas de ininterrumpida y galopante lectura.
Viajes en globo alrededor del mundo, otros al centro de la tierra, otros a la luna, más el ya mencionado por el fondo de los mares: ¿qué le atraía, de toda esta desaforada agitación, a un pobre hombre afectado de incontinencia gástrica, que le impedía tener vida social reposada? Describía a su madre, en los términos más crudos y dignos de no ser leídos, los detalles de esta desagradable patología, la más incómoda de todas, quizá, cuando uno va viajando. Ah, los baños de las estaciones de tren, o de las plazas públicas. O de los aviones.
¿Y qué podía comer, dígame Usté, en tales circunstancias? ¿Puro arrocito cocido con canela, o puro chuño mazamorriento, dulzón? Le tocó al pobre vivir en la
belle époque, en que la
haute cuisine francesa, que sus éxitos literarios le ponían cómodamente al alcance (igual que a Zola, por lo demás; si los paralelos son varios, no se crea), alcanzó el zenit del derroche y extravagancia, como atestigua Escoffier con sus creaciones de nombres delirantes (
“desirs de mascotte”, “sylphides roses”, “biscuit glacé aux perles des Alpes”, “le plum pudding des Rois Mages”…). Cosas todas tan deliciosas como indigestas y enteramente inapropiadas para un pobre novelista aquejado de continuas diarreas. Como decía la Violeta: “¿Por qué será que mi Dios/ regala con tal largueza/ sombrero de tantas plumas/ a quien no tiene cabeza?”.
Pues, ahí tiene Usté. Vea ahora este plato amado por otro novelista de la misma época, llorón pero de buen diente, Proust.
Carottes à la crèmePele ½ k de zanahorias y córtelas en bastoncitos de 6 cm de largo. Cuézalas en poca agua con sal y azúcar. Escurra el agua. Agregue 15 gr de mantequilla. Rehogue ahí las zanahorias unos minutos. Añada 250 gr de crema espesa, salpimiente. Hierva hasta que espese. Sirva.