Un filósofo que me tocó estudiar dijo en alguna parte, respecto de nuestra época, que las categorías del “pesimismo” y el “optimismo” ya no tienen sentido. No explicó más, pero, en el contexto de lo que venía pensando, podía entenderse que ambas categorías —ya que, según él, la esencia del tiempo que moramos es la ambivalencia de todo, la simultánea concurrencia de peligro y salvación, de ocultamiento y develamiento— pecan de una garrafal simplificación. Esta prevención la tengo en cuenta cada vez que el pesimismo se adueña de mi espíritu; al pesimismo “público” me refiero, es decir, el que mira el presente y futuro de Chile como más bien tenebroso, como me ha venido ocurriendo ahora último. Y me atrevo a mencionar esta personal subjetividad, ya que creo que ese pesimismo es una atmósfera bastante extendida; incluso ha precipitado en algo tan objetivo como es esa variable maldita llamada “expectativas económicas”.
El “pesimismo” parece emanar, de un lado, al percibir a la élite que nos dirige, en general, como tosca de ideas, desorientada en cuanto a las prioridades, intransigentemente dividida en aspectos no siempre esenciales, enfrascada en discusiones inútiles, paralizada y con escasa o nula capacidad de conducción, en fin, de gobernar un país errático. La sensación es de deriva y eso no estimula percepciones más optimistas. De otro lado, el “pueblo”, los gobernados por esa élite, gozando quizás de las mejores condiciones materiales de su historia, dotado de una tosquedad semejante, parece como nunca necesitado de una orientación, ya que atraviesa por un patente vacío de referencias, modelos y valores, quiere arribar sin saber adónde, puesto que nada se le ofrece como nítidamente bueno sino poseer la mayor cantidad posible de bienes materiales en un ciclo interminable. Somos una familia, para usar solo un símil cercano, en que, en los hechos, lo único valorado es mejorar incesantemente su bienestar económico.
Puede ser, tomando una mayor perspectiva, que en el horizonte de nuestra época sea necesario resignarse a este estado de cosas, una tendencia universal, de la que el Chile actual es solo un minúsculo ejemplo.
Así, el pesimismo es una enfermedad pueril, quizás ciega a las fuerzas que anidan en la sima de estos abismos, porque rara vez se tiene lucidez suficiente para sondear lo que acaece secretamente en medio de esos espacios nuevos a que las transformaciones abruptas dan lugar.
En ellos acaso esté incubándose la virtud que salva, que por ahora no se divisa, no cuaja, solo asoma y se sumerge sin reflotar, porque si viene de alguna parte, será de los márgenes, de las fronteras, de lo remoto, de aquellos segmentos y personas que para la mirada actual pasan desapercibidos porque no se dejan calcular.