Corría 1970, cuando el recién inaugurado paso bajo nivel Santa Lucía terminaba de revestirse con el mural diseñado por Iván Vial, Eduardo Martínez Bonati y Carlos Ortúzar. El monumental mosaico cumplía a cabalidad todas las premisas que revolucionaban el arte por entonces: una obra colectiva, respaldada por un desarrollo industrial de piezas cerámicas, que entretejía arte y técnica; belleza y producción. Una obra que abandonaba el protegido salón del museo para instalarse en el democrático espacio público, y que celebraba las transformaciones urbanas radicales que adaptaban la ciudad a las cambiantes necesidades de sus habitantes. La modernidad se guiaba por la máquina y el automóvil representaba la domesticación de la técnica, una promesa de libertad y movimiento para todos. El paisaje de la infraestructura vial hacía de soporte a la obra de arte y la velocidad motorizada era el medio de leerla.
Y la ciudad volvió a cambiar, y, junto con ella, las prioridades de la sociedad: hoy luchamos por recuperar espacios para los peatones, por valorizar nuestra historia y su patrimonio, por construir espacios más amables y sustentables. A partir de estos ideales surge la propuesta de la Explanada del Santa Lucía, que busca enmendar la relación de la ciudad con el cerro que había fragmentado el paso bajo nivel. Sin embargo, el proyecto no incorporó el mosaico en sus premisas de origen y la obra hoy está gravemente amenazada en su integridad. El plan destruye una buena parte de las teselas por el montaje de una estructura que no consideró que se posaba sobre un objeto de valor, y por la instalación de una serie de insertos que se harían en el muro para resistir una mala hipótesis. Se argumenta que la propuesta ya se ha modificado para disminuir su impacto y que en su última versión el daño solo será parcial. Pero, ¿qué porcentaje consideramos aceptable de desechar en una obra de arte? Si pinto un bigote que cubre un 10% de la Gioconda, ¿seguiremos contando con el 90% restante?
Una obra que en sus principios renunció a la sacralidad del arte y que se incorporó a la ciudad como celebración del cambio y de la democratización del espectador, no puede ni pretende congelar el tiempo a su servicio. Pero si se hizo parte del tejido urbano hace medio siglo, es un deber de nuestro tiempo el reconocer su valor patrimonial. La protección legal del mural como Monumento Histórico permitirá salvaguardar la pieza e integrarla de vuelta a un nuevo proyecto de ciudad que, esperemos, tenga esta vez el resguardo del arte como axioma de base.