Un gran héroe de la historia, Alejando el Grande, antes de partir a sus conquistas, regaló a sus amigos sus pertenencias personales. Le preguntaron por qué lo hacia y qué dejaba para él si había regalado todo.
Contesto: “Mi esperanza”.
Conquistó el mundo, o un pedazo de él.
Muchos grandes personajes de la historia hablaron de la esperanza como condición del triunfo, del bienestar. de la alegría, de la construcción de sueños. Aristóteles lo hizo, también Pablo de Tarso. Incluso hablaron de los desesperados que tienen esperanza. Que parece una contradicción imposible y sin embargo es tan posible y tan frecuente que convivan en nuestro corazón y en nuestra mente sentimientos y expectativas contradictorias.
La esperanza es una espera confiada.
No es fácil, pero facilita la vida.
Se supone que el hombre hace un gran esfuerzo para no desesperarse y no claudicar cuando tiene que vivir grandes experiencias de dolor, sin embargo busca tolerarlo tal vez porque sabe que —como dicen en el campo— “ningún dolor dura cien años”.
Lo difícil, lo de verdad exigente para la fortaleza nuestra es asumir que no tenemos, que no podemos contar con un futuro seguro, de saber que existe la amenaza, aun en el caso más feliz.
Se discute mucho si tener presente la esperanza no es también una forma de reconocer la incertidumbre, y hay quienes dicen que vivir el momento es la única forma de tener esperanza, porque no está en el futuro, está en el aquí y el ahora.
Hay otros que dicen lo contrario. El ser humano debe estar consciente en todo momento de que su fuente de esperanza puede desaparecer.
Pero esa es la filosofía y está bien que describan las cosas tal cual son.
Para nosotros, normales ejemplares de la raza humana, querer e intentar que la esperanza persista es una señal de sana esperanza. Es distinto asegurar racionalmente que un estado de ánimo o una situación puede persistir en el tiempo, que asegurar que así va a ser. Hay un punto intermedio entre gozar lo que se vive y creer que podemos prolongarlo.
Lo que habría que hacer es atesorar, en la memoria y en los sentidos, para que cuerpo y mente sepan que sí hay esperanza.