Hace 45 años se desató en Chile uno de los más intensos y efímeros procesos de desarrollo inmobiliario que se recuerde: un tipo de edificio comercial urbano conocido como “caracol”, replicado en todas las ciudades del país y que aún hoy asombra a turistas y arquitectos por insólito. Su historia retrata una particular época de nuestra sociedad, las aspiraciones de modernidad y progreso material así como el comportamiento del mundo inmobiliario, que reprodujo una idea espacial, singular e irreproducible, como modelo de negocio hasta no más dar. La saga comenzó con la construcción de un excelente edificio en la esquina de Providencia con Los Leones en 1974, obra de los arquitectos Osvaldo Fuenzalida, Melvin Villarroel y Eugenio Guzmán, quienes aprovechando el considerable desnivel entre ambas calles y la intensa vocación peatonal y comercial que entonces tenía el barrio, concibieron una rampa en espiral como prolongación de la vereda. El edificio ofrecía discretos locales, adecuados al bolsillo de pequeños inversionistas y a la cultura de elegantes
boutiques que caracterizaban entonces a Providencia, y tuvo un éxito instantáneo.
Desde luego, la tipología del caracol no era nueva; existían interesantes precedentes como el mausoleo de la colonia italiana en el Cementerio General de Santiago o el mercado del barrio Puerto en Valparaíso. También, el espectacular referente del Museo Guggenheim en la 5ª Av. de Nueva York, obra con la que, en 1959, Frank Lloyd Wright volvió a la gloria después de un período de inactividad. De hecho, algunos caracoles santiaguinos no pudieron resistir la tentación de rendir un homenaje literal a la obra maestra de Wright, aunque sin la magnitud, ni el refinamiento, el emplazamiento o el digno propósito del original; más bien todo lo contrario.
El modelo se esparció como pólvora encendida en todos los tamaños, formas, combinaciones y aspectos imaginables. Tan solo en Providencia se encuentra una veintena de caracoles, desde una pirámide azteca, pasando por dobles cilindros y pasajes elongados, hasta una diminuta galería helicoidal escondida a los pies de un edificio de oficinas. En pocos años, en cada comuna metropolitana apareció alguno, como también en cada ciudad, desde Arica hasta Punta Arenas. Los últimos fueron fracasos comerciales; saturado el modelo y enfrentando a la competencia del
mall urbano, destructor de la vida de la calle y de los barrios. Hoy, algunos sobreviven albergando rubros comerciales específicos, pequeños talleres, servicios y oficinas profesionales de bajo costo y bien localizadas. Por su forma inflexible y la dispersión de su propiedad, los caracoles no admiten una fácil reconversión, de manera que seguirán asombrando al paseante desprevenido, como anécdota chilena, por muchos años más.