Las humanidades, como historia y filosofía, tienen una larga trayectoria, una metodología compartida por una comunidad de pares, una producción bibliográfica extensa, diversa y en su mayoría rigurosa. La educación cívica, impulsada por el Congreso como asignatura obligatoria, por el contrario, es un concepto carente de todos estos atributos, y es ambiguo y poroso. Pero, sobre todo, muy difícil de implementar sin caer en el adoctrinamiento de acuerdo a las ideologías de cada cual. Esto es particularmente riesgoso en un país como el nuestro, tan polarizado en torno a temas muy centrales de la vida cívica.
En efecto, para debilidad de la democracia liberal, no tenemos un consenso compartido ni siquiera respecto de los principios básicos que la definen. Desde la izquierda radical marxista, ella siempre ha sido denostada y descalificada como la “democracia burguesa”: una mera formalidad que impide la realización de la “dictadura del proletariado”, etapa necesaria para alcanzar el paraíso comunista. A su vez, la nueva izquierda, influida por diversas formas de neomarxismo y por el pensamiento posmoderno, la desprecia como un instrumento de poder para mantener las estructuras de sometimiento y el statu quo. Para unos y otros, la “democracia bolivariana” es una manifestación superior de la “verdadera” democracia.
Hubo, es cierto, un momento, más bien efímero, de revalorización de la democracia como la única forma real de proteger los derechos humanos fundamentales a la integridad física, la libertad de pensamiento, de expresión, de asociación, cuando, tras el derrumbe de aquella, estos fueron gravemente conculcados.
Tampoco concordamos en si la violencia es o no un método legítimo de resolución de los conflictos. Para unos, ella no solo es legítima, sino que es la “partera de la historia” que permite el advenimiento del socialismo y, por eso, su adhesión a la democracia, como alternativa a la guerra, es solo circunstancial: los votos si se puede, pero si no, la vía armada por convicción y doctrina. Y en esta materia, como bien sostienen Levitsky y Ziblatt en “How Democracies Die”, la complicidad con la violencia, la resistencia a condenarla siempre y en todo lugar (como ha estado ocurriendo en el Instituto Nacional), o la coalición con partidos que abiertamente estiman que la vía armada está en el horizonte de lo posible, pueden ser tan destructivas para la democracia como la violencia misma.
Los límites de la libertad de expresión también son objeto de disenso, pues no faltan quienes estiman que esta debe ser limitada por lo políticamente correcto, desean clausurar el debate sobre temas donde alguien pueda sentirse “ofendido” y limitan las interpretaciones históricas que legítimamente podemos hacer de nuestro pasado reciente.
No concordamos tampoco respecto de si la economía de mercado ha permitido el período más virtuoso de nuestra historia, mejorando las condiciones materiales de vida de todos los chilenos y sacando de la pobreza a miles de ellos, o bien es solamente un medio para acrecentar la desigualdad.
No pensamos lo mismo respecto de la extensión del poder que los gobiernos deben tener. Para las democracias occidentales, tan importante como las mayorías son los derechos de las minorías, la sociedad civil y la libre iniciativa individual; conviene dividir los poderes, establecer contrapesos y equilibrios a los gobiernos, aunque estos sean democráticamente elegidos, y hay esferas de las vidas de las personas que no cabe someter a la soberanía popular. Para otros, un gobierno poderoso y centralizado debe ser el solo agente para alcanzar el objetivo único de la igualdad y la justicia social. Entonces, ¿qué vamos a enseñar sobre libertad, democracia, violencia, sistemas económicos, por citar solo algunas cuestiones?