¿Por qué se mueren los amigos? Pregúntenle al viento, mejor sea. Que el viento trabaje para nosotros, mamíferos tristes, ignorantes y sin respuestas, y nos traiga las voces de los amigos que se fueron. Por una sola vez, para no olvidarlas.
Acabo de enterarme, así de golpe, que murió Pedro Labarca, en una nota casi al pie de página, leída por casualidad, en el diario. Lo supe el mismo día que tomaba el avión para venir a Valdivia. No lo llamaba antes de llegar, sabía que estaba “siempre” ahí y que apenas lo ubicara, íbamos a ir en busca de un plato de erizos —que tanto le gustaban— para reanudar la conversación suspendida por meses. Dije “siempre”: esa es una de las palabras que habría que extirpar del diccionario, porque nos genera la sensación engañosa, y a la larga fatal, de que los amigos siempre van a estar ahí, esperándonos. “Teníamos todo el tiempo por delante/ lo mejor era no precipitarse”, dice Enrique Lihn. Pero no. No tenemos todo el tiempo por delante y hay que precipitarse a conversar con los amigos cuanto antes: no hay nada más urgente que eso.
Él era de esos amigos que uno ve espaciada pero regularmente, aunque sea una vez al año. Ahí está Pedro mirándome bajo la lluvia de Valdivia: con su sonrisa de niño inteligente pero lejano (qué lejanía la suya), con su ironía desconcertante y su distancia del mundo, con su misterio. Pedro era misterioso. Era parte del CECs, centro de científicos chilenos que decidió un día mudarse desde Santiago a Valdivia, en un gesto radical y ejemplar. Pasaba días enteros en su laboratorio experimentando con las moscas del vinagre, ocupación aparentemente bizantina. Investigaba las condiciones de vida de los organismos extremófilos que habitan en los glaciares templados y salares del Altiplano. Obtuvo el Premio Nacional de Ciencias Naturales. Admiro a las personas que pueden dedicar su vida a algo tan específico y —desde la ignorancia utilitarista— “inútil”. Cada investigador que se quema las pestañas sobre sus microscopios forma parte de la épica silenciosa de la Ciencia. Y hacer ciencia es doblemente épico y heroico en Chile. Los científicos del CECs —del cual Pedro formó parte por más de treinta años— tienen algo de la desmesura de los personajes de las películas de Herzog: ellos son unos Fitzcarraldos que —en vez de la ópera que este llevó a la Amazonía— trajeron la ciencia a la Selva Fría. Sin esa desmesura y convicción no se puede hacer nada importante en la vida.
A pesar de pertenecer a mundos tan distintos (él un científico, yo un humanista analfabeto de la ciencia), nuestras conversaciones eran fluidas e interminables, bebiendo unos martinis que él mismo preparaba, sumergidos en una tinaja de agua caliente afuera de su casa, en cuyo patio un árbol añoso y quejumbroso conversaba con el viento un día de lluvia en Valdivia. Trato de recordar cada una de sus lúcidas observaciones que producían sinapsis impensadas en la mente de sus interlocutores. Y su exquisito escepticismo ahora me falta. Empiezo a entender por qué rehuía la vida social, lo suyo era el síndrome de los genios que no tienen con quién conversar. Francisco Varela una vez dijo que se había ido de Chile porque no tenía con quién conversar… Suena soberbio, pero es la verdad. Labarca era un niño genio sin ego y de gestos generosos. Releo al azar una antología de la poesía norteamericana que Pedro me regaló hace años, a ver si encuentro algo. “¿Algo como qué?” —me diría él, riéndose en mis narices, para luego aspirar profundamente su cigarro y mirar para otro lado (¿hacia adónde miraba distraídamente?).
Hay personas que parecen hechas en serie. Pedro era de esos fucking irrepetibles, tan escasos en un país de conversaciones monocordes. ¿Y si Pedro Labarca volviera a aparecer, como distraído, bajo la lluvia? Ahí está el plato de erizos servido, el Martini esperando... y el viento, que está soplando muy fuerte en Valdivia, pero que no quiere responder preguntas tontas.