Hoy en día, tal parece que pocos quieren quedarse fuera de la fiebre criolla por el musical sin contar con la experticia técnica que exige ese género; e insisten, pese a no haber tenido buena suerte en otras incursiones. Tras la reciente “En la luna”, de escuálido balance, “La tierra prometida” es el nuevo intento en esa línea del escenario de la Universidad Finis Terrae; sobre un texto del dramaturgo Marco Antonio de la Parra, quien hace pocos meses también se aventuró fallidamente en este rubro que desconocía (“1995, el año que nos volvimos todos un poco locos”, en otro espacio).
Como “En la luna”, el montaje vuelve a dirigirlo Elvira López, con escasa experiencia previa en producciones de envergadura, que repite la idea de armar un elenco masivo con estudiantes de Teatro en esa universidad. Aquí, a los cuatro intérpretes centrales, en apariencia egresados de sus aulas, se suman unos 20 alumnos de primer año —o sea al inicio de su formación— en el rol de ‘coro'. Ellos rinden su mejor esfuerzo, pero su falta de pericia y oficio se hace notoria. De modo que más que antes, este resultado tiene el claro aspecto de un ejercicio académico, un trabajo de escuela mostrado a público (con entrada pagada).
Se ha informado que el autor no concibió su texto como base para un drama musical. Mala señal. Tampoco se percibe gran empeño en adaptarlo a ese propósito. A la manera de la nueva dramaturgia, es un torrente oral, rara vez poético, menos aún dramático, que revisa y comenta las migraciones a través de los tiempos. Desde el Éxodo bíblico hasta hoy, repasa con situaciones tipo cómo se da ese fenómeno y sus efectos individuales y colectivos. Saltando de una cosa a otra, da la impresión de no aportar nada distinto a lo mucho que ya se ha dicho del problema. Lo que se oye suele bordear el lugar común y parece bastante difuso en su intención de dar una visión global del tema, sin poner el foco en alguno de sus múltiples y dolorosos efectos.
Como si fuera una cantata sin serlo, la entrega despliega la ilustración presencial de ese testimonio colectivo, llenando el escenario de movimiento en el marco de abundante música. Ubicados a la vista a un costado, los cuatro músicos acompañan con diversos instrumentos la nutrida sucesión de canciones, aceptablemente cantadas —pero no interpretadas— por lo general a coro. A poco andar, las ideas teatrales resultan poco variadas o estimulantes, en tanto los desplazamientos y acciones físicas lucen pobres y reiterativas, limitadas por el número de ejecutantes en escena. El grupo siempre entra y sale por el mismo lado y varios recursos parecen inexplicables o gratuitos: algunos hombres visten faldones, el derrame de arena desde bidones, todas las canciones tienen sobretítulos en castellano y, además, cada cual en diferentes idiomas, incluso en otros alfabetos. La escenografía, por lo demás, es mínima.
Único mérito rescatable es la música, compuesta por Cristián Molina, la chelista Ángela Acuña y la propia directora (los primeros también están entre sus intérpretes), que en forma variada y sugerente alude los ritmos y sonoridades de diversas culturas. Hace maravillas, igualmente, consiguiendo que textos sin ninguna métrica ni rima, no desarmonicen como letra de canciones. Un logro, sin duda, digno de mejor causa.
Teatro Universidad Finis Terrae. Jueves a sábado, a las 20:30 horas; domingos, 19:00 horas. Hasta el 28 de julio.